Resumen de la historia de Roma
Intentar resumir la historia de la antigua Roma da un poco de vértigo. A fin de cuentas, son más de mil años de historia de la civilización que se convirtió en la fuerza política, militar, económica y cultural más poderosa de su tiempo. Pero lo vamos a intentar.
La de Roma es la historia de un pueblo con una capacidad adaptativa sin igual, que convirtió una pequeña ciudad-estado del Lacio en una potencia imperial que dominó todo el ámbito del Mediterráneo. En su momento de máxima expansión, el Imperio romano extendía por tres continentes, alcanzaba los 5 millones de km2, y en él vivían cerca de 70 millones de habitantes, casi la cuarta parte de la población mundial. Durante 500 años, Roma fue la ciudad más grande del mundo; ninguna otra le hacía sombra en poder, riqueza o población. Se le ha denominado «Ciudad Eterna» y, ciertamente, después de 2700 años, Roma sigue siendo la capital de su propio Estado. Pocas ciudades han mantenido un papel tan significativo a lo largo de la historia. Y la importancia de su legado en la civilización occidental es incontestable. Los romanos no solo conquistaban, sino que «romanizaban», así que dejaron una huella profunda en las naciones que surgieron tras la desaparición de su imperio. En todos los aspectos: la lengua, la cultura, la religión, la ingeniería y la arquitectura, la medicina, el derecho… A ellos les debemos el abecedario y el calendario, diversos valores políticos, morales y religiosos, así como algunas costumbres de nuestra vida cotidiana.
Esta breve historia de la antigua Roma pretende poner al alcance de todo el mundo una síntesis global y completa de los más de mil años transcurridos entre la fundación legendaria de Roma y la caída del Imperio romano. Nuestra intención es ampliar y complementar, poco a poco, toda esta información con artículos monográficos centrados en periodos concretos y diversos aspectos de la civilización romana. Esperamos que esta sección sirva de ayuda a quienes desean aproximarse al mundo de los antiguos romanos o, incluso, a estudiantes que necesitan un resumen de la historia de Roma.
Normalmente, se ha dividido la historia de Roma en tres periodos, atendiendo al tipo de gobierno de la ciudad en cada fase: la Monarquía, la República y el Imperio.
Orígenes de Roma y Monarquía
Fundación mítica de Roma
Según la tradición clásica, Roma fue fundada en el año 753 a.C. Así lo cuenta la famosa leyenda de Rómulo y Remo. Había en el Lacio una ciudad, Alba Longa, cuyos reyes descendían del héroe troyano Eneas, que fue de los pocos que logró escapar de la destrucción de Troya. Tras un duro viaje, Eneas se refugió en Italia central y se casó con la hija del rey Latino, pero tuvo que luchar contra sus belicosos vecinos para establecerse allí con su gente. Tiempo después, su hijo Ascanio fundó la urbe de Alba Longa.
El rey legítimo de la ciudad era Numitor, pero su hermano Amulio había usurpado el trono. Para evitarse problemas en el futuro, Amulio ordenó matar a todos los hijos de Numitor salvo a Rea Silva, su única hija, a la que obligó a convertirse en sacerdotisa de Vesta. Como las vestales debían permanecer vírgenes, se aseguraba de que no hubiera más herederos. Pese a todo, la muchacha inspiró la pasión al dios Marte, que se le apareció y yació con ella. De este encuentro nacieron los gemelos Rómulo y Remo.
Amulio tenía que deshacerse de aquellos niños, pero evitando la ira de los dioses. Finalmente, se decidió por abandonarlos en una canastilla sobre el Tíber, para que el río los arrastrara y murieran lejos de la ciudad. Pero los dioses protegieron a los recién nacidos y la corriente depositó la pequeña cesta suavemente en la orilla, a los pies de la colina del Palatino. Allí los encontró una loba recién parida, que los amamantó y les dio calor. Poco después, Fáustulo, un pastor de la zona, escuchó el llanto de los bebés y, al descubrirlos, los llevó a su casa. Tanto el pastor como su mujer, Aca Larentia, quedaron conmovidos, y decidieron criar a aquellos niños como si fuesen hijos suyos.
La famosa escultura de Luperca amamantando a Rómulo y Remo se exhibe en los Museos Capitolinos, y es una de las atracciones de la ciudad de Roma y todo un símbolo para los romanos. Pero debemos tener en cuenta que, en sus orígenes, no existió tal grupo escultórico: los dos niños son un añadido de 1471, seguramente del artista Antonio Pollaiuolo. Es bastante fácil de apreciar la diferencia entre el estilo etrusco de la loba y el renacentista de los gemelos. La Loba Capitolina, de 75 cm de altura y más de un metro de largo, es bastante anterior, aunque no tanto como se pensaba tradicionalmente. Hasta ahora, se había datado la estatua en el siglo V a.C. Sin embargo, un análisis por radiocarbono y termoluminiscencia reveló, hace unos años, que la escultura no es de época etrusca sino medieval, y se podría fechar hacia el siglo XII. El estilo imita, no obstante, el de las esculturas etruscas, lo que hace suponer que se trata de una copia en bronce de la estatua original de Luperca.
Pasaron los años y los hermanos crecieron como otro par de pastores. La vida montaraz los volvió duros e implacables, y pronto destacaron en su comunidad por su fuerza y determinación. Fue a raíz de un conflicto con unos pastores de Alba Longa como los gemelos averiguaron su origen. Aquellos pastores apresaron a Remo y lo llevaron ante su rey. Entonces, Faustulo le contó a Rómulo las sospechas que tenía sobre ascendencia y nacimiento. El joven, encolerizado, organizó a una multitud con las gentes de las aldeas que rodeaban el Tíber para rescatar a su hermano. Con ella, asaltó el palacio el palacio de Alba Lonca, rescató a Remo y pudieron acabar con Amulio y consumaron su venganza. Después restablecieron en el trono a su abuelo, Numitor, y liberaron a su madre, cautiva desde que nacieron. Pero no se quedaron en Alba Longa; decidieron marcharse para fundar su propia ciudad, junto al Tíber, allí donde los había encontrado la loba.
Rómulo quería establecer esta nueva ciudad en la cima de la colina del Palatino, pero Remo quería hacerlo en la cima de la del Aventino. Como no se ponían de acuerdo, decidieron consultar los augurios observando el vuelo de las aves. Al amanecer del día siguiente, Remo avistó seis buitres desde lo alto de su colina, mientras que Rómulo, desde la suya, vio doce al atardecer. El desacuerdo continuó y cada uno tenía sus partidarios: los de Remo alegaban que sus aves aparecieron primero; los de Rómulo, que su augurio contaba con mayor número de aves. Pero Rómulo, que no daba su brazo a torcer, empezó a trazar los límites sagrados de la ciudad, el pomerium, con un arado tirado por un buey y una vaca blancos. El surco formaba también un pequeño parapeto de tierra apilada que cercaba la ciudad. Cuando Remo vio aquello, comenzó a burlarse de su hermano y de su ridícula defensa, y cruzó el pomerium de un salto. Rómulo consideró aquello como una afrenta sacrílega intolerable y, al instante, se abalanzó sobre su hermano y lo mató. En la Antigüedad se consideró esta fecha como el año 1 Ab urbe cóndita, «desde la fundación de la ciudad» y, según la cronología de Varrón, la más aceptada, estos sucesos tuvieron lugar el 21 de abril del año 753 a.C.
Los siete reyes de Roma
La tradición antigua también dictaba que, en sus inicios, Roma fue gobernada por siete reyes. Tras fundar la ciudad, Rómulo instauró una monarquía que duró casi 250 años. La institución fue abolida en el año 509 a.C., después de la expulsión del último rey, Tarquinio el Soberbio. Primero se sucedieron cuatro reyes de origen latino y sabino: Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio y Anco Marcio. A estos cuatro los siguieron tres reyes de origen etrusco: Lucio Tarquinio Prisco (Tarquino el Viejo), Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio. Se trataba de una monarquía electiva en la que la aristocracia escogía al mejor candidato. Durante este periodo, Roma creció y se desarrolló como ciudad, y alcanzó el predominio sobre el resto de los pueblos del Lacio. Sin embargo, el último rey dejó un recuerdo tan odioso en la memoria del pueblo romano que, a partir de entonces, renegaron para siempre de esa institución.
A estos siete monarcas, que debemos considerar de naturaleza legendaria o semilegendaria, la tradición romana les atribuían la instauración de distintas tradiciones, instituciones y estructuras organizativas de su civilización, así como la construcción de algunas edificaciones emblemáticas. A Rómulo, por ejemplo, se le debían las primeras instituciones políticas: el Senado y los Comicios Curiados. Además de fundar la ciudad y dotarla de un sistema político y de gobierno, el primero de los reyes se preocupó por conseguir habitantes para su ciudad. Para ello, puso en práctica un par de medidas bastante heterodoxas: para empezar, admitió en ella a todo tipo de exiliados de otras comunidades, a mendigos y vagabundos, e, incluso, a delincuentes y esclavos huidos; después, los animó a raptar a las jóvenes sabinas, algo que provocó la primera de las innumerables guerra que afrontaría Roma a lo largo de su historia.
El rapto de las sabinas
Con sus medidas de asilo, Rómulo logró aumentar la población de Roma considerablemente, pero casi todos los habitantes eran varones y, sin apenas mujeres, el futuro de la ciudad estaba comprometido. Los romanos se habían dirigido a las aldeas vecinas en busca de esposas, pero tanto en las poblaciones latinas como en las sabinas los habían rechazado, pues nadie quería emparentar con hombres desconocidos que habían abandonado sus patrias.
Tal oposición, que Rómulo veía injustificada, convenció al rey para recurrir al engaño y la violencia. Al poco tiempo, se anunció la celebración, en Roma, de un gran festival en honor del dios Consus (asimilado a Neptunus Equestris), en el que tendrían lugar unas formidables las carreras de caballos. Se invitó al evento a todos los habitantes de aquella comarca del Lacio, para que acudieran en familia a disfrutar de las diversiones.
El reclamo tuvo éxito, y el día de la fiesta se presentó en la ciudad gran cantidad de familias de latinos y, sobre todo, de sabinos. Los festejos transcurrieron con normalidad hasta la llegada del plato fuerte, las carreras de caballos. Entonces, cuando tenía lugar lo más intenso de la competición y los invitados estaban distraídos y bastante bebidos, Rómulo hizo un gesto y se organizó un tumulto. Aprovechando la confusión, una parte de los romanos se abalanzó sobre las muchachas casaderas y las arrastraron hasta sus casas, mientras los demás, armados, expulsaban por la fuerza a sus parientes.
Para aplacar a las mujeres, los romanos les juraron que serían buenos maridos y que, con ellos, estarían exentas de dedicarse a las pesadas tareas domésticas. Sus padres, mientras tanto, regresaron ante Rómulo para quejarse de aquella traición que violaba las leyes de la hospitalidad y pedirle que les devolviesen a sus hijas. Cuando vieron que este no cedía ni a las exigencias ni a las súplicas, le declararon la guerra.
Los romanos derrotaron fácilmente a los latinos, pero no así a los sabinos, que habían apelado a su rey, Tito Tacio, y presentaron unas fuerzas respetables ante Roma. El conflicto se alargó, bastante igualado, con victorias de uno y otro lado. En una de las batallas, en la que el empuje violento de los sabinos los llevó hasta los pies del Palatino, los romanos terminaron venciendo gracias a la intervención de Júpiter, que respondió a las plegarias de Rómulo. Más tarde, los sabinos sitiaron la ciudadela del monte Capitolino. Para entrar, sobornaron a Tarpeya, la hija del jefe romano, que les pidió, a cambio, que le dieran lo que llevaban en el brazo izquierdo, aludiendo a sus brazaletes de oro. Cuando entraron los sabinos, sin embargo, la joven murió sepultada por los escudos que aquellos guerreros llevaban también en su brazo izquierdo.
Tras la pérdida del Capitolino, la lucha entre sabinos y romanos siguió muy equilibrada. Finalmente, fueron las mujeres sabinas quienes finalizaron el conflicto. Los romanos se habían ganado su afecto y habían formado ya sus nuevas familias. Cuando iba a tener lugar una batalla decisiva, se interpusieron entre los dos ejércitos. Lloraban y suplicaban que acabasen con aquella guerra porque no querían llorar a sus maridos, de ganar los sabinos, ni llorar a sus padres y hermanos, si lo hacían los romanos. Fue así como ambos pueblos decidieron firmar la paz y unirse en un solo pueblo gobernado por una diarquía formada por Rómulo y Tito Tacio.
El segundo rey, Numa Pompilio, de origen sabino, era considerado el padre de la religión romana. Se le tenía por un hombre sabio y piadoso que tuvo un reinado pacífico. Numa quiso unificar los cultos y tradiciones de los romanos y sabinos como una forma de eliminar tensiones internas. Estableció los principales colegios sacerdotales, como el de los augures, pontífices, flamines y vestales, para ejecutar o supervisar los principales rituales. Inventó, además, un calendario de doce meses para asignar los días sagrados y festividades religiosas. También impulsó la construcción del templo de Jano, cuyas puertas se abrían cuando Roma entraba en guerra (lo que era casi siempre).
Los siguientes, Tulio Hostilio y Anco Marcio, fueron reyes guerreros. Durante el reinado del primero, Roma se enfrentó con Alba Longa por la hegemonía en el Lacio, que significaba tener el control del tráfico de las salinas de la desembocadura del Tíber. Para resolver el conflicto, romanos y albanos convinieron en que se librara un combate entre seis campeones, tres por cada bando. Se trata del famoso episodio del duelo entre los hermanos Horacios, romanos, y los hermanos Curiacios, de Alba Longa. La victoria de los primeros supuso la sumisión de Alba Longa, y más tarde su destrucción y la deportación de su población a Roma. Anco Marcio, por su parte, se anexionó los territorios entre la ciudad y la costa tirrénica, y fundó allí el puerto de Ostia, que permitía a Roma el acceso al mar. Durante su reinado, se establecieron colonos latinos en la colina del Aventino, pero sin los derechos ciudadanos que tenían las familias más antiguas. Estos configurarían la gran masa de los plebeyos, tan fundamental en el devenir de la Urbe. Este rey fue también el artífice del primer puente sobre el Tíber, el pons Sublicius.
Pero fue el primero de los reyes etruscos, Lucio Tarquinio Prisco, el que cambio definitivamente el aspecto de Roma y la convirtió en una auténtica ciudad. Tarquinio Priso fue un gran impulsor del urbanismo y las obras públicas. Configuró el trazado de las principales calles de la ciudad, y mandó construir la famosa Cloaca Máxima, para desecar las zonas bajas. De este modo, se pudo empezar a construir grandes edificios públicos, civiles y religiosos, entre el Palatino y el Capitolio, y se fue configurando el Foro. A Tarquinio también se le adjudicaba la construcción del impresionante Circo Máximo y el inició de las obras del templo dedicado a la Tríada Capitolina (Júpiter-Juno-Minerva, culto de influencia etrusca).
El sexto rey, Servio Tulio, fue un gran impulsor de la industria y el comercio, y el promotor de la primera muralla de la ciudad (la tradición, de hecho, le daba su nombre: muro Serviano). Pero, ante todo, a Servio Tulio se le consideraba el gran reformador de la organización del Estado. Su medida más importante fue establecer un censo, un método para contar y clasificar a los habitantes de Roma según su riqueza. Este censo, efectuado cada cinco años, no solo ayudaba a fiscalizar a la población, sino que servía para organizar el ejército y regular la participación en la vida cívica. Era una muestra más de la imbricación de las facetas políticas y militares de la ciudadanía que se daba en las ciudades-estado mediterráneas de esta época. La reforma de Servio Tulio permitió aumentar el número de ciudadanos disponibles para el ejército, que empezó a adoptar la táctica hoplítica.
Cierra la lista de los reyes Tarquinio el Soberbio, que se hizo rey tras asesinar a su suegro, Servio Tulio. Tarquinio fue el típico ejemplo de tirano, un autócrata paranoico, el primer rey en tener una guardia privada que velaba por su seguridad. Era un rey que no dudaba en eliminar sus rivales y que explotó cruelmente al pueblo romano, al que obligaba a trabajar en sus fanáticos proyectos constructivos bajo amenaza de muerte.
La República romana
Una «RES PUBLICA» de magistrados
Destronado el último rey, el Senado decretó que Roma nunca más fuese gobernada por reyes. Se iniciaba un nuevo régimen político, la República, con un gobierno basado en los altos magistrados, el Senado y los comicios (el pueblo reunido en asambleas).
Los patricios dividieron los poderes que ostentaban los reyes: el poder religioso se concentró en un sacerdote, el rex sacrorum, y los poderes ejecutivo, administrativo y militar lo ejercerían los magistrados. Estos magistrados eran elegidos por parejas, para no concentrar el poder en una sola persona, y el cargo se ejercía durante un año. Se accedía a ellas mediante elección en los comicios, y los aspirantes buscaban el apoyo en campañas electorales. Para ocupar un cargo era necesario haber pasado por los inferiores, el denominado cursus honorum.
El poder supremo pasó a estar compartido por dos cónsules que tenían el mando militar, judicial y financiero. También presidían el Senado y los comicios. Los pretores eran los encargados de administrar justicia y sustituían a los cónsules en su ausencia. Con la expansión territorial, empezaron a gobernar las provincias conquistadas. Los censores eran los magistrados encargados de la moral pública y el respeto a las tradiciones. Otras magistraturas menores eran las de los ediles, que se ocupaban del orden público de Roma y organizaban los mercados, y las de los cuestores, encargados de administrar las finanzas públicas. Había también una magistratura extraordinaria, la dictadura, que la ejercía una sola persona en momentos de gran peligro para la República.
Los comicios eran asambleas que reunían a los ciudadanos y reflejaban la división social. Los comicios curiados estaban formados por los más antiguos patricios, y funcionaron ya durante la Monarquía como el principal órgano legislativo; en la República tendría solo funciones religiosas. Los comicios centuriados se organizados según el censo de ciudadanos (distribuidos en «centurias» según la riqueza familiar), elegían a los altos magistrados y votaban ciertas leyes. Los comicios tribunos, en los que el pueblo se organizaba según su pertenencia a cada una de las tribus, representaban el mayor órgano de la soberanía popular y votaba la mayoría de las leyes. Con la aparición de los comicios por centurias, que heredaron las competencias de los comicios curiados, la República patricia y aristocrática fue sustituida por una República oligárquica en la que el poder estaba en manos de los patricios y plebeyos ricos.
El Senado subsistió durante la época republicana, formado por unos 300 miembros vitalicios, muchos de ellos antiguos magistrados. Representaba el poder político permanente frente al poder temporal de los magistrados. El Senado era un órgano consultivo que inspeccionaba las finanzas públicas y controlaba la política exterior.
Patricios y plebeyos
La República fue una etapa marcada por las guerras de expansión y conquista, por un lado, y por cambios políticos y sociales por otro. Dos fueron los principales problemas durante los primeros tiempos de la República: la desavenencia entre patricios y plebeyos y los ataques de los pueblos vecinos.
Con el advenimiento de la República, los plebeyos siguieron sin tener derechos políticos y poseían unos derechos civiles restringidos. No podían acceder a ningún cargo público o religioso, tampoco al reparto de tierras conquistadas en la guerra, el ager publicus, y estaba prohibido el matrimonio entre patricios y plebeyos. Los primeros tiempos de esta nueva República estuvieron llenos de esfuerzos de la plebe por igualarse con los patricios ante la ley. En el año 494 a.C. los plebeyos, irritados por las promesas nunca cumplidas de los patricios, se rebelaron y paralizaron la vida de Roma con una especie de huelga general. Se retiraron al Monte Sacro y amenazaron con fundar una nueva ciudad. Como los patricios no podían prescindir de ellos, claudicaron y la plebe obtuvo así sus primeros logros: se crearon colonias y se repartieron tierras, se puso fin a la esclavitud debida a las deudas contraídas, se reconoció el concilium plebis, una asamblea de plebeyos con importantes atribuciones, y se estableció la magistratura de los tribunos de la plebe. Estos magistrados eran plebeyos elegidos en las asambleas de la plebe, su persona era inviolable y tenían el derecho de veto sobre las decisiones de cualquier magistrado, incluidos sus colegas. Ellos serían los artífices de las sucesivas conquistas en la lucha por la igualdad de los derechos civiles y políticos en Roma.
Otro hito importante en este tira y afloja fue la Ley de las Doce Tablas. Tras otra serie de enfrentamientos sociales protagonizados por los plebeyos, el 450 a.C. se promulgó la Ley de las Doce Tablas, que afectaba a todos los ciudadanos. Hasta entonces Roma no había tenido leyes escritas sino consuetudinarias, basadas en la costumbre y transmitidas de manera oral. Pero los patricios, que monopolizaban la administración de la justicia, las interpretaban según su conveniencia. Con estas leyes escritas, expuestas para todos en el Foro, cambiaba la situación.
Primeros siglos: supervivencia y consolidación
Durante varios siglos, Roma se enzarzó en constantes guerras con los distintos pueblos de Italia. Entre éxitos y derrotas, adquirió su experiencia política y administrativa, y asimiló la civilización de otros pueblos. Al comenzar la época republicana, Roma seguía siendo un estado de pequeña extensión que tuvo que defender su independencia frente a los belicosos pueblos vecinos: etruscos, ecuos, volscos y sabinos. Para lograrlo, lo primero que hizo la República romana fue someter las ciudades latinas de los alrededores y poner toda la Liga Latina bajo su liderazgo. Aunque permitieron su autogobierno, los romanos controlaban la política exterior de estas ciudades y todas ellas debía proporcionar contingentes al ejército romano. De este modo, el poder militar romano aumentaba en la medida en que lo hacía el número de Estados súbditos.
En cuanto Roma se erigió como la principal potencia del Lacio, pudo centrarse en ampliar su territorio y defenderse del acoso de los pueblos circundantes. En solitario, los romanos hicieron frente a la ciudad etrusca de Veyes; con ayuda de la liga, se enfrentaron, al mismo tiempo, a ecuos y volscos. La República salió victoriosa de todas estas guerras y amplió su área de influencia. Para controlar a los pueblos derrotados, empezó a fundar colonias de población romana en sus territorios.
Así se pasó la República romana casi siglo y medio, luchando por el control del Lacio y sus alrededores, con guerras intermitentes contra los etruscos de Veyes, los pueblos de montañeses y otras ciudades latinas. También hubo de afrontar el grave peligro que supuso una invasión de galos del norte, que en el 387 a.C. derrotaron a las legiones romanas y llegaron a a saquear la ciudad. A Roma le costó varias décadas recomponerse y algunas ciudades latinas aprovecharon la coyuntura para sublevarse. Tras una breve guerra, los romanos impusieron de nuevo su autoridad. Esta vez disolvieron definitivamente la Liga Latina y se anexionaron por completo el territorio. Roma otorgó la ciudadanía a todos sus habitantes y con ello renunció a ser una ciudad-estado para convertirse en la capital de un pequeño Estado territorial.
El ejército romano primitivo
Estas guerras continuas permitieron a Roma mejorar su organización militar y la prepararon para el futuro. Se trataba de enfrentamientos de escala muy local por el dominio y mantenimiento de espacios que no solía terminar con grandes conquistas. Al principio, no había un ejército permanente en la ciudad. La mayor parte del pueblo romano se dedicaban al campo, eran propietarios rurales o campesinos que se organizaban en un temible ejército cuando las circunstancias lo hacían necesario. Durante la monarquía y los inicios de la República, las guerras basaban en campañas estacionales que coincidían con el periodo de reposo agrícola, y permitían compaginar el trabajo habitual con los deberes militares.
Como sucedía en muchas otras ciudades-estado de la Antigüedad, el sistema militar estaba unido a lo político, así que el disfrute de los derechos civiles estaba ligado a la participación en el ejército. En realidad, era un privilegio del que solo gozaban los que se podían costear las armas y el equipo. De ahí que existiese una jerarquía interna basada en el estatus socioeconómico y gran diversidad de equipo, vestimenta y armamento, según la capacidad económica del ciudadano. Como hemos visto, fue el rey Servio Tulio el que determinó las cinco clases sociales existentes según la riqueza. Las decisiones las tomaban en una asamblea general de comicios centuriados.
El ejército romano era una milicia basada en la infantería y organizada en legiones. Las legiones de esta época constaban de unos 5000 hombres que todavía combatían en formación cerrada de falange, armados con largas lanzas. Una de las claves de este creciente poderío militar era que Roma no solo conquistaba sino que luego integraba a sus enemigos. Eso le proporcionaba a la República un flujo incesante de de soldados y le permitía recuperarse de los reveses con más facilidad. La otra clave del éxito del ejército romano era su capacidad de adaptación. Las crecientes necesidades militares introdujeron, progresivamente, modificaciones en la manera de estructurar las legiones. Tras el golpe que supuso la derrota frente a los galos, la falange hoplítica, rígida y compacta, empezó a ser sustituida por una legión articulada en manípulos y centurias. La división en manípulos semiautónomos de ciento veinte hombres, la suma de dos centurias, permitía maniobrar mejor para adaptarse al terreno y al enemigo, algo que los romanos pudieron confirmar durante las guerras Samnitas, cuando tuvieron que luchar en terrenos abruptos y montañosos.
La conquista de Italia
A mediados del siglo IV a.C., Roma había superado, más o menos, sus problemas internos, había duplicado su territorio y controlaba el centro de Italia. La primera expansión de los romanos fuera del Lacio se dio hacia el sur, hacia las tierras de la Campania. Al hacerlo, entraron en conflicto con los samnitas, un pueblo de duros montañeses que también aspiraba a controlar esas ricas llanuras. A lo largo de 50 años, Roma sostuvo tres guerras contra los samnitas tanto en suelo campano como en el Samnio, en la parte sur de los Apeninos. Aunque sufrió más de un revés en su lucha contra los samnitas, con episodios como la gran humillación de las Horcas Caudinas, se impuso al final la mejor organización y disciplina del ejército romano, ahora mucho más flexible con la formación manipular. Era tal su superioridad militar que, cuando los etruscos les atacaron desde el norte para aprovecharse de la situación, pudieron formar dos ejércitos consulares y vencer a ambos pueblos.
Con la derrota de etruscos y samnitas, solo quedaban fuera de la influencia romana los territorios galos al norte de Etruria y las ciudades de la Magna Grecia, en el sur de la península. Roma quedaba frente al área de influencia de Tarento, la ciudad griega más poderosa, que ejercía su hegemonía sobre toda la costa sur del gran golfo y el territorio de Apulia. La ruptura de un tratado llevó a la guerra a las dos potencias, y los griegos, temiendo el creciente poderío militar de los romanos, llamaron en su ayuda al rey Pirro de Epiro, el mayor general de su tiempo.
Al principio, Pirro venció en varias batallas y avanzó hacia el norte, pero sus victorias eran costosas e inútiles, pues terminaba sufriendo más daño que los romanos derrotados. Después, Pirro intentó llegar a un acuerdo para repartirse el control de Italia, pero Roma lo rechazó. Con su ejército muy mermado, el rey epirota intentó una campaña en la isla de Sicilia y, a su regreso, perdió lo que quedaba de su ejército en un último enfrentamiento con los romanos en Benevento. Pirro regresó a Grecia y Roma invadió la Magna Grecia y conquistó Tarento en el 272 a.C. Todas las ciudades griegas hubieron de jurar lealtad a Roma, aunque mantuvieron sus privilegios. En unos años, quedarían atrapadas en medio de las guerras entre Roma y Cartago por la supremacía en el Mediterráneo occidental.
Roma frente a Cartago: la primera guerra púnica
El dominio de Italia meridional había situado a Roma frente a la fértil isla de Sicilia, disputada por los cartagineses y las ciudades griegas desde hacía varios siglos. Solo era cuestión de tiempo se sumara la nueva potencia emergente. Hasta ese momento, las relaciones entre Roma y Cartago eran buenas; habían firmado distintos tratados, e incluso habían colaborado en la lucha contra Pirro. Pero la rivalidad en torno a la isla y el control del estratégico estrecho de Mesina fue inmediata. Este conflicto supuso el inicio de la segunda y más importante fase de expansión de la República romana, la que inició su expansión imperialista. El enfrentamiento entre Roma y Cartago es conocido como guerras Púnicas —nombre que daban los romanos a los fenicios— y se desarrolló en tres etapas, con tres guerras que se sucedieron a lo largo de más de un siglo. Solo las dos primeras fueron realmente determinantes, guerras entre potencias muy igualadas en las que terminó venciendo Roma. En la última, Cartago distaba mucho de ser la que era, y significó su aniquilación. Fue más bien una expedición de castigo.
La ciudad de Cartago surgió hacia el 820 a.C. como una colonia fenicia fundada por Tiro en lo que ahora es la costa de Túnez. Cuando su metrópolis cayó bajo el dominio del imperio babilonio y desapareció como Estado, a mediados del siglo VI, Cartago reunió a su alrededor a las demás colonias fenicias del Mediterráneo occidental y se convirtió en una potencia marítima de primer nivel. Desde entonces, Cartago compitió por el dominio militar y comercial del Mediterráneo occidental con las ciudades de la Magna Grecia y las colonias griegas de las costas ibéricas y el golfo de León. Pero sobre todo con Siracusa, que ejercía la hegemonía en la isla de Sicilia. Durante más de 300 años se sucedieron una serie de conflictos greco-púnicos que terminaron con el establecimiento de los cartagineses en el oeste de la isla de Sicilia y que evitaron la conquista griega de Cerdeña.
Cartago se gobernaba por dos sufetes, magistrados elegidos anualmente, y una asamblea de 104 familias aristocráticas. Su riqueza procedía, sobre todo, del comercio, y basaba su poderío militar en una enorme flota de guerra permanente y un ejército de mercenarios. Su posición geoestratégica, su experiencia en el comercio y su superioridad naval, heredada de los fenicios, permitió a los púnicos extender su dominio sobre tierras del norte de África, las islas Baleares, Cerdeña, gran parte de Sicilia y el sur de la península Ibérica.
La primera guerra púnica tuvo lugar entre 264 y 241 a.C. Fue una contienda larga debido a que Roma era una potencia terrestre, y Cartago, marítima. La ocasión de la lucha fue el auxilio que dieron los romanos a los mamertinos, mercenarios itálicos que se habían apoderado de Mesina y estaban enfrentados a Siracusa. Roma dio su protección a los mamertinos y los siracusanos pidieron ayuda a los caragineses, lo que desembocó en la guerra.
Tras desembarcar en Sicilia, Roma trató de hacerse con el apoyo de los griegos, ya fuese de grado o por la fuerza, como hicieron con la propia Siracusa tras un breve asedio. Asegurados así los suministros en la isla, avanzaron lentamente hacia el oeste. No hubo grandes batallas campales en tierra, sino pequeñas escaramuzas y asedios. Como los romanos eran claramente superiores, los púnicos preferían realizar solo rápidas incursiones de hostigamiento desde el mar, donde eran ellos los que dominaban. Al final, la guerra en el interior de Sicilia quedó más o menos en tablas.
Pero las operaciones en tierra tuvieron en la primera guerra púnica una importancia secundaria frente a la guerra en el mar. Gracias a su superioridad naval, el balance fue más o menos favorable a Cartago al principio. La armada romana era prácticamente inexistente. Pero, conscientes de que para vencer a Cartago, necesitaban una gran victoria naval, los romanos trabajaron para construir una gran flota de guerra. De nuevo, su tenacidad y adaptabilidad fue clave en el desenlace de la contienda. Los romanos se habían hecho con una nave cartaginesa que había encallado y, usándola como modelo, crearon una flota entera capaz de competir con su rival. Además, los romanos idearon un artefacto, una pasar, el corvus, que se enganchaba al barco enemigo y permitía el paso y el combate cuerpo a cuerpo. De este modo podían hacer uso de tácticas militares terrestres en las batallas marinas. Esto les permitió conseguir algunas victorias y llevar la guerra al propio territorio cartaginés, en África. Aunque la aventura acabó en desastre, demostraba que la experiencia militar naval de Roma se estaba incrementando.
El problema era que, entre batallas y tormentas, Roma perdió varias flotas y eso casi la lleva a la bancarrota. Solo la iniciativa privada de sus ciudadanos salvó la situación, y permitió la creación de una última armada. Por fin, tras cortar los suministros y atacar por mar las principales bases cartaginesas en Sicilia, en 241 a.C Roma consiguió una rotunda victoria en la batalla de las islas Egadas. Cartago, que también había agotado sus recursos, se vio abocada a pedir la paz. La férrea determinación de los romanos les terminó asegurando el dominio en el mar a partir de ese momento.
Aparte de una dura compensación de guerra, los cartagineses tuvieron que abandonar Sicilia, y esta se convirtió en la primera provincia romana. La magnitud de la indemnización llevó a Cartago a otro conflicto, ya que no pudo pagar a los mercenarios que habían combatido en su bando, y éstos se amotinaron. Aprovechándose descaradamente de la situación, la República se anexionó las islas de Córcega y Cerdeña, y las integró como su segunda provincia. Esta guerra supuso la primera campaña a gran escala de los romanos fuera de Italia, y les dio la confianza necesaria para ampliar sus objetivos ultramarinos.
La segunda guerra púnica
Para compensar las pérdidas de su guerra con los romanos, los cartagineses pusieron los ojos en la península Ibérica, territorio de grandes reservas de hombres y riquezas. Con una mezcla de fuerza y diplomacia, el general Amílcar Barca, acompañado desde el principio de su hijo Aníbal, dirigió esta política expansionista. Primero se enfrentaron con turdetanos y oretanos para apoderarse de todo el valle del Guadalquivir, desde la colonia de Gades hasta las ricas minas de las montañas donde nacía el Betis. Después avanzaron por las costas levantinas. Amílcar murió en una batalla contra una de las ciudades oretana y le sucedió en el mando su yerno Asrúbal. Fue este el que fundó Cartago Nova a orillas del Mediterráneo, en un enclave que disponía de un gran puerto natural, y cuyo territorio era muy rico en cultivos y metales. En poco tiempo, Cartago logró restaurar sus finanzas gracias al producto de las minas y a los beneficios del comercio con las poblaciones indígenas.
Los romanos seguían los progresos de las conquista de los bárquidas con cierta inquietud. Roma también sabía de las ricas minas hispanas y quería tomar cartas en el asunto, así que se alió con las colonias griegas que dependían de Massalia y les prometió su protección. Luego mandó embajadas y suscribió un tratado con Cartago en el año 226 a.C. por el que ambas potencias se repartían la península Ibérica y señalaba el río Ebro como límite entre sus futuras expansiones. En el tratado había algunas excepciones, como la de Sagunto, una ciudad aliada de Roma, que estaba por debajo de la línea fronteriza.
Asdrúbal fue asesinado poco después de la muerte de Amílcar, por lo que el mando de las fuerzas cartaginesas en hispania pasó a Aníbal Barca. Seguramente, tanto Aníbal como su padre habían considerado la paz con Roma tan solo como una tregua temporal. Así que este último siempre tuvo en mente la destrucción de la poderosa Roma y empezó a actuar como si llevara a cabo un plan de guerra preestablecido. Lo primero que hizo fue seguir extendiendo el dominio cartaginés hacia el interior de la península Ibérica para aumentar la reserva de hombres y recursos. Incluso realizó incursiones contra tribus de más allá del río Tajo, carpetanos y vacceos, para aprovisionarse de grano.
Una vez reunido y pertrechado un potente ejército, tan solo necesitaba una escusa para iniciar las hostilidades. Y encontró el modo de provocar a Roma en un conflicto fronterizo local que lo llevó a sitiar la ciudad de Sagunto. No solo lo hizo para iniciar la guerra con Roma, sino para consolidar su retaguardia antes de partir con el grueso de las tropas cartaginesas hacia italia. En cualquier caso, este acto significó el inicio de la segunda guerra Púnica.
El plan de Aníbal era extremadamente ambicioso. Consistía en llevar la guerra a Italia y atacar a los romanos en su propio territorio. Pero, como el mar lo dominaban ahora los romanos, su idea era conducir un gran ejército por tierra, lo que significaba atravesar los Alpes. Llevarlo a cabo sería una tarea muy dura y difícil y, sin duda, mermaría considerablemente sus fuerzas. A cambio, caerían por sorpresa por el valle del Po, por donde los romanos no los esperaban. Quizá Aníbal pensaba en su marcha como una especie de campaña de «liberación»; en cuanto obtuviera una gran victoria, los distintos pueblos itálicos sometidos por los romanos se irían uniendo a su causa. Aislada, Roma no podría acceder ya a una inagotable reserva de soldados y sería fácil de vencer. Desde un principio, descartó la idea de emprender asedios, pues confiaba firmemente en las deserciones o la traición para hacerse con alguna de las grandes ciudades. Y mientras tanto, su hermano Asdrúbal, en quién delegó el mando en la península Ibérica, aseguraría sus líneas de abastecimientos y de hombres.
Pero Aníbal demostró ser mejor táctico que estratega. En ese momento, Roma era dueña de toda Italia, y acababa de reforzar su prestigio con sus recientes victorias sobre los pueblos celtas de la Galia Cisalpina, tan temidos antaño. Disponía, ahora, de los recursos agrícolas de Sicilia y de la flota más poderosa, que controlaba todas las costas desde el mar Tirreno al Adriático. Su política colonial y de integración y se había mostrado muy efectiva, y tanto el Lacio como Etruria eran totalmente leales a la República. Es más, contando solo con su propia ciudadanía, Roma era capaz de reunir, en caso necesario, más de veinte legiones. Algo realmente imposible para cualquier otra potencia de la época.
La guerra contó con dos teatros de operaciones principales, Italia y la península Ibérica, antes de su desenlace en tierras africanas. Ambos contendientes sabían que se trataba de una guerra total. Tras la toma y destrucción de Sagunto, Aníbal se puso en marcha en el 218 a.C., a la cabeza de un formidable ejército de más de 50.000 infantes, 6000 jinetes y 37 elefantes. Era una fuerza militar muy heterogénea en la que figuraban púnicos, númidas, iberos y hombres procedentes de otras tribus hispanas, y también contingentes de mercenarios griegos y celtas. La enorme columna siguió la costa mediterránea desde Cartago Nova hasta el sur de lo que ahora es Francia sin apenas incidentes. Luego atravesó los Pirineos, cruzó el Ródano y lo siguió hacia el norte. Conforme se internaron en la Galia, empezaron algunas dificultades, pues algunas tribus, como los alóbroges, los hostigaron en su marcha.
Al mismo tiempo, los romanos también habían movilizado sus tropas. Uno de los cónsules se dirigió a Sicilia con un ejército, listo para pasar a Cartago. Mientras, otro ejército consular embarcó rumbo a Hispania. Este ejército, bajo el mando de un Escipión, hizo escala en Massilia (ahora Marsella) y estuvo a punto de cruzarse con el ejército de Aníbal. Al darse cuenta de las intenciones del cartaginés, el cónsul decidió dividir el ejército: la mayor parte seguiría hasta la península Ibérica, pero él regresaría con el resto para unirse a las guarniciones romanas del valle del Po y organizar la defensa. Esta decisión seguramente salvó la República. Escipión entendió que la clave de esa guerra estaba en Hispania, la fuente del abastecimiento cartaginés, tanto de hombres como de animales y recursos.
No se sabe el camino exacto que siguió el ejército de Aníbal para atravesar los Alpes. Pero fue una hazaña épica cruzar, en otoño, aquellas imponentes montañas con un ejército tan numeroso que incluía, además, miles de caballos y decenas de elefantes. Lo lograron al cabo de quince días de penalidades por barrancos, desfiladeros y puertos nevados, mientras sufrían las emboscadas de tribus hostiles. El coste fue enorme: cuando llegaron al otro lado, el frío y las privaciones, las escaramuzas y las deserciones habían reducido el ejército cartaginés a la mitad.
Y, a pesar de todo, en los primeros años de la guerra, Aníbal aniquiló cuantos ejércitos se le pusieron por delante. Al poco de caer sobre Italia, derrotó a las legiones romanas en las batallas de Tesino y Trebia, en la cuenca del Po. Gracias a eso, logró doblar el número de sus tropas con la multitud de galos que se le unieron. Al año siguiente, atravesó los Apeninos y apareció Italia central. En verano del 217 a.C., los cartagineses sorprendieron, junto al lago Trasimeno, en Etruria, a un ejército consular más grande que el del año anterior, y lo destrozaron. Cuando la noticia llegó a Roma, el miedo cundió entre sus habitantes. Pero Aníbal carecía de la infraestructura adecuada y de hombres suficientes para sitiar Roma, así que pasó de largo y ganó la costa del Adriático. Desde allí intentó unir a su causa, mediante la persuasión o por la fuerza, a las poblaciones samnitas, lucanas y campanias, en un intento de aumentar sus recursos humanos y logísticos.
Los romanos aprovecharon ese tiempo para reorganizarse. Nombraron dictador a Quinto Fabio Máximo, que prefirió evitar confrontación directa con Aníbal y se dedicó obstruir su abastecimiento y a entorpecer sus acciones con pequeñas escaramuzas, un tipo de estrategia que luego se denominominaría «táctica fabiana ». Pero en el 216 a.C., los nuevos cónsules reclutaron a un poderoso ejército, muy superior en efectivos al cartaginés, y se dirigieron a Apulia, donde se encontraba Aníbal. Allí tuvo lugar la Batalla de Cannas, en la que un ejército romano de 87.000 efectivos se enfrentó al púnico, de unos 50.000. En aquella llanura, Aníbal demostró de nuevo su genio militar. Mientras aplicaba magistralmente con la infantería una táctica de tenaza que envolvió los flancos de las legiones, su caballería, que había superado a la romana, las atacó por detrás. Totalmente rodeado, el ejército romano sufrió la mayor derrota de su historia. Fue literalmente aplastado; ese día murieron más de 40.000 romanos.
Las repercusiones de la batalla no se hicieron esperar. El dominio de Roma sobre Italia se tambaleó. Ciudades griegas como Tarento y Siracusa se aliaron rápidamente con los cartagineses. También cambiaron de bando los samnitas y la importante ciudad de Capua. También se sumó a la causa de Aníbal el rey Filipo V de Macedonia. Pero, quizá, la mayor repercusión se dio en el espíritu romano. Aquel fue uno de los momentos más decisivos de la historia de Roma. Cualquier otro Estado habría negociado la paz tras una derrota semejante. Sumada a las anteriores de Tesino, Trebia y Trasimeno, Roma había perdido un tercio de sus efectivos, es decir, de su población masculina adulta. Sin embargo, lo que hizo aquella derrota fue avivar su tenacidad y determinación. Les enseñó que la clave del éxito era no rendirse y mostrar obstinación. Opondrían sus inacabables recursos humanos al genio de Aníbal y la veteranía de sus soldados. A partir de la segunda guerra púnica, Roma iba a luchar todas sus guerras hasta las últimas consecuencias.
De momento, a partir de 215 a.C., los romanos eludieron los grandes combates con Aníbal en Italia y se quedaron en sus fortalezas. El general cartaginés se había mostrado imbatible en la batalla, así que se opusieron a él con una estrategia de tierra quemada para desgastar a su ejército. Los romanos centraron sus esfuerzos en aislarlo e impedirle recibir ayuda de las poblaciones Italianas. Solo atacaron directamente a las ciudades que habían roto su alianza. Se mostraron implacables en los asedios de Capua y Siracusa, a las que impusieron feroces castigos. Los púnicos empezaron a tener dificultades de aprovisionamiento tan lejos de sus bases, en un medio rural cada vez más desolado.
Mientras esto sucedía en Italia, en Hispania operaban dos ejércitos romanos. El primero fue aquel que enviara Publio Cornelio Escipión en 218 a.C., antes de regresar a Roma. Al mando estaba su hermano Cneo, que desembarcó en Emporion (Ampurias) y pronto obtuvo una victoria contra los cartagineses y se hizo con el levante hispano al norte del Ebro. Buen diplomático, cuando llegó Publio como procónsul, el año siguiente, con varias legiones de refuerzo, él había logrado ya que un montón de tribus iberas se unieran a la causa romana. Los dos viejos Escipiones se impusieron como principal tarea impedir la salida de refuerzos para Aníbal. Por lo demás, no obtuvieron grandes éxitos militares y los púnicos mantuvieron a los romanos más allá del Ebro.
Los dos generales perecieron en el año 211 a.C en el curso de gran ofensiva cartaginesa que fue desastrosa para los romanos. Al año siguiente, el hijo de uno de ellos fue designado por el Senado para dirigir las operaciones en Hispania y asumió el mando de las tropas. Su nombre era Publio Cornelio Escipión —como su malogrado padre—, y demostró ser un general que podía equipararse con Aníbal.
Publio se aplicó bien a la tarea de acabar con las bases de recursos humanos y materiales de Cartago. Por medio de operaciones asombrosas, tomó Cartago Nova en 209 a.C. y, poco después, venció al ejército de Asrúbal Barca en Baecula. Sin embargo, fracasó en impedir la salida de los restos del ejército de Asdrúbal hacia Italia. Los dos hermanos no llegaron a reunirse, ya que, en 207 a.C, los romanos interceptaron al bárcida a la altura del río Metauro, en Umbría, y destrozaron su ejército. Aníbal nunca recibiría más refuerzos.
El conflicto entraba así en una fase totalmente favorable a Roma. Después de la victoria de Baecula, Escipión supo atraerse para su causa a la mayor parte de los pueblos ibéricos. A comienzos de 206 a.C. venció a las tropas cartaginesas en Ilipa y, en 205 a.C., el general romano tomó finalmente Gades (ahora Cádiz), la última colonia púnica, y expulsó definitivamente a los cartagineses de Hispania. Esta victoria elevó enormemente la moral romana, mientras que Aníbal, frustrado en suelo italiano, ni podía reforzar sus tropas ni lograba que los romanos se enfrentaran a él en una gran batalla. Solo podía replegar sus tropas hacia la zona suroccidental de la península.
Tras su éxito en tierras hispanas, el siguiente paso de Escipión fue llevar la guerra a África. Desembarcó en el continente en 204 a.C. y pactó una alianza con los númidas, que llevaban unos años intentando sacudirse el yugo de Cartago. Con su ayuda, obtuvo varias victorias y obligó a Cartago a ordenar el regreso de Aníbal, ya que la ciudad estaba amenazada. La batalla de Zama, en 202 a.C., pondría final a esta segunda guerra púnica tan larga y costosa.
Aníbal logró burlar el bloqueo naval romano y acudió a defender a su patria. Después se dio a la tarea de reclutar más tropas entre los pueblos dominados por los cartagineses. Escipión, por su parte, logró el apoyo de un reyezuelo númida, Masinisa, que aportó a sus fuerzas, ya de por sí poderosas, más de 6.000 jinetes. Esta vez la caballería romana sería superior a la cartaginesa.
En Zama, al suroeste de Cartago, tuvo lugar la batalla final de la mayor guerra de la Antigüedad. Tanto Aníbal como Escipión eran grandes generales y poseían dos ejércitos semejantes, de unos 40.000 hombres, y ambos con mucha caballería númida. Quizá las tropas del primero eran un poco más numerosas, pero las del segundo eran mejores. Aníbal había reunido ochenta elefantes, pero los romanos habían aprendido durante esos años, y usaron sus trompetas para asustarlos cuando cargaron. Los elefantes salieron en estampida sobre su propio ejército y causaron un desastre irreparable. Mientras las líneas delanteras de los cartagineses huían, y la caballería númida de Masinisa superaba a la cartaginesa, y atacaba a los púnicos por la retaguardia. Aníbal fue derrotado estrepitosamente y Cartago tuvo que rendirse sin condiciones.
Las condiciones de paz fueron durísimas y humillantes. Los romanos desmantelaron por completo el imperio cartaginés: el territorio de Cartago quedó limitado a sus dominios africanos, en el norte de la actual Túnez y se estableció una frontera con Numidia. Tuvieron que entregar sus barcos de guerra a los romanos, y deshacerse de los elefantes. A partir de ese momento no podrían entrar en guerra sin el permiso de Roma, ni siquiera en África. Y tuvieron que pagar una fuerte indemnización que se estima en unos diez mil talentos de plata, a lo largo de cincuenta años. Cartago se convertía, así, en una nación de segunda.
Para los romanos, la segunda guerra Púnica tuvo también importantes consecuencias. La campaña de Aníbal tensó hasta el límite las energías de Roma, asoló Italia y acabó transformando sus recursos, su extensión y sus ambiciones. Solo entre 218 y 216 a.C. perdieron unos 120.000 hombres de sus ejércitos, de los cuales la mitad eran ciudadanos romanos. Ningún otro pueblo hubiera podido sufrir tales pérdidas sin desaparecer.
La prolongada presencia de Aníbal en el sur de la península italiana supuso un gran peso para la agricultura de la región y causó una gran devastación. Como represalia a las ciudades que la habían traicionado, Roma confiscó una porción considerable de ese territorio y lo convirtió en ager publicus, tierras públicas. Al mismo tiempo, recogió la herencia de Cartago en Hispania y estableció allí dos nuevas provincias, la Citerior, que comprendía la costa levantina hasta Cartago Nova, y la Ulterior, que comprendía las tierras al sur del río Guadalquivir. Esta sustitución se dio también en el ámbito económico, ya que Roma tomó el puesto de Cartago en los principales mercados del Mediterráneo y se adueñó de las ricas minas de la península Ibérica.
Expansión en Oriente
Tras la segunda guerra Púnica, aparece ya claramente el fenómeno del imperialismo romano: la guerra se convirtió en el instrumento fundamental de la política exterior de Roma, que se lanzó a la conquista de las tierras mediterráneas. En la etapa precedente a la guerra contra Aníbal, los romanos ya se habían adentrado en la Galia Cisalpina y habían extendido su dominio sobre una parte del territorio. Duró poco, porque los galos se sublevaron con la llegada de Aníbal. Derrotados los púnicos, Roma volvió a someterlos y conquistó definitivamente la Galia Cisalpina, que se convirtió en otra provincia. Para asegurar las posesiones, Roma fundó numerosas colonias y amplió las vías de comunicación. Paralelamente a la conquista de la Galia Cisalpina, el ejército romano emprendió una serie de campañas militares contra los ligures que habitaban la actual costa genovesa: así, Roma se garantizaba el control de su frontera norte.
Justo antes de la guerra de Aníbal, los romanos habían intervenido en Iliria, en la costa adriática de los Balcanes, para impedir la piratería marítima. En aquel escenario chocaron por primera vez con el reino de Macedonia, que se había aliado con Cartago. Para enfrentarlo, Roma se entendió con los griegos etolios, enemigos de los macedonios. Así que, una vez asegurada la paz, no es extraño que el peso de la política romana se inclinase hacia el Mediterráneo oriental, y que Roma empezase a inmiscuirse en los asuntos helénicos. Sobre todo para perjudicar a Macedonia y a su rey Filipo V.
En Oriente, Egipto, Siria y Macedonia, los tres grandes Estados helenísticos, llevaban más de un siglo guerreando intermitentemente entre sí. A principios del siglo II a.C., los dos últimos se aliaron para expandirse a costa del país del Nilo. Alarmado todo el mundo griego, solicitaron la intervención de Roma. La República aprovechó la oportunidad: no solo mantenían excelentes relaciones comerciales con Egipto, sino que era una ocasión para extender su influencia hacia el este, obtener más riquezas y, al mismo tiempo vengarse del rey Filipo por su apoyo a los cartagineses. En 196 a.C., las tropas romanas asestaron una contundente derrota a los macedonios en la batalla de Cinoscéfalos (en Tesalia), y con ello obligaron a Filipo V a renunciar a todas sus aspiraciones externas.
Con los Estados griegos, Roma puso en práctica la máxima «divide y vencerás». Tras la victoria sobre los macedonios, los romanos declararon la «liberación de Grecia». Se presentaban como los defensores de los pequeños Estados frente a los tiranos y las grandes monarquías. Pero Grecia estaba desgarrada por la rivalidad entre las distintas polis y entre las ligas etolia y aquea, las dos grandes confederaciones de ciudades de esa época. Como era previsible, apenas proclamada su libertad, estalló un primer conflicto en el Peloponeso, y Roma lideró una coalición de ciudades griegas para liberar Argos del dominio espartano. Pero las esperanzas de los griegos se vieron pronto defraudadas. Las ingerencias romanas en los conflictos entre las distintas polis fueron constantes. Se sabían la fuerza más poderosa y actuaban como supervisores del mundo mediterráneo.
Antíoco III, rey seleucida de Siria, también soñaba con fundar un gran imperio, y su política expansionista había alcanzado la costa de Tracia. Se había apoderado de las ciudades marítimas que pertenecían a Egipto y también había ocupado la zona meridional de Siria y las posesiones egipcias de Asia Menor. Los romanos andaban recelosos, al igual que muchas ciudades griegas. Cuando los etolios, resentidos con la República, animaron al rey seleucida a pasar de Asia a Grecia con un ejército, la guerra fue inevitable. De nuevo se impusieron las legiones a las falanges. Antíoco fue expulsado de Grecia tras una victoria de los romanos en las Termópilas. Luego, en 189 a.C., los romanos obtuvieron la victoria final en la batalla de Magnesia, en tierras de Asia Menor.
Veinte años más tarde, Macedonia volvió a renacer como un Estado fuerte bajo el gobierno de Perseo, y pronto se reanudaron las hostilidades con Roma. La guerra terminó con la batalla de Pidna, en 168 a.C., y la victoria romana fue esta vez definitiva. Era el fin de una Macedonia independiente. Al principio, los romanos dividieron el territorio en cuatro repúblicas teóricamente independientes. Pero, tras una revuelta, convirtieron Macedonia en una provincia en el 148 a.C.
Durante todo este tiempo, la República romana habían tenido que soportar la situación anárquica del corazón de Grecia, y los romanos se terminaron cansando. En 149 a.C. hicieron pública su decisión de disolver la liga Aquea. Finalmente, en 146 a.C., mientras Roma se enfrentaba por tercera vez a Cartago, hubo un levantamiento general en Grecia. La rebelión fue sofocada rápidamente y los romanos, como castigo ejemplarizante, destruyeron la antigua ciudad de Corinto. A partir de ese momento, las ciudades griegas fueron reducidas a vasallaje y pasaron a depender del gobernador de la provincia de Macedonia. Unos cien años después, se incorporarían en distintas provincias.
No todas las incorporaciones fueron violentas: en 133 a.C., Átalo III, el rey de Pérgamo, legó su reino al pueblo romano en su testamento, y a su muerte el territorio se convirtió en la provincia romana de Asia. Roma se plantaba de este modo en el continente asiático, y pasaba a dominar ambas orillas del mar Egeo.
« Cartago debe ser destruida »
Cartago había estado periódicamente en conflicto con los númidas de su frontera occidental. Tras la segunda guerra Púnica, los enfrentamientos no cesaron, pero ahora los cartagineses, en virtud de su tratado de rendición, tenían prohibido entrar en guerra y debían aceptar la mediación de los romanos. Y estos decidían sistemáticamente a favor de Numidia, ya que su rey, Masinisa, había sido un fiel aliado. Cuando, en 150 a.C., las tropas del rey númida a se adentraron en territorio cartaginés por enésima vez, los cartagineses, cansados, decidieron actuar y recurrieron a las armas. Cartago declaró la guerra a Masinisa, y esta acción selló su propio destino. En Roma había una facción, encabezada por Catón el Censor, que estaba obsesionada con los púnicos, y creía que Roma nunca estaría tranquila mientras Cartago siguiese existiendo. Esta ruptura del tratado la entendieron como una provocación y presionaron para que el Senado declarara la guerra a Cartago. En 146 a.C., Escipión Emiliano, nieto de Escipión el Africano, invadió el territorio cartaginés y puso sitio a su capital. Los habitantes de Cartago decidieron resistir hasta el final, y la guerra terminó con toma y destrucción total de la ciudad. De una población de un millón de habitantes, los apenas cincuenta mil supervivientes fueron vendidos como esclavos, y el territorio se convirtió en la provincia romana de África.
En menos de setenta años, entre el desastre de Cannas, acontecido en 216 a.C., y la destrucción de Cartago en 146 a.C., Roma se habían convertido en la única superpotencia del Mediterráneo, tanto en Oriente como en Occidente. Los romanos esperaban ahora obediencia absoluta, y empezaron a imponer y romper tratados según su conveniencia.
Conquistas romanas en Occidente
La conquista de Hispania fue consecuencia inmediata de la segunda guerra púnica. Las campañas de Escipión, el Africano, habían sentado las bases de su conquista. Concluida la guerra, los romanos no tenían intención de abandonar unos territorios que les podían reportar grandes y muy variados beneficios. Así que, durante casi dos siglos, la península Ibérica se vio sometida a un proceso de conquista que adquirió, en ocasiones, tintes brutales.
Para empezar, la incapacidad y la avaricia de los gobernadores romanos de las provincias hispanas provocaron continuas rebeliones de los pueblos que ya estaban sometidos. Los primeros en sublevarse fueron turdetanos y celtíberos. Tras sofocar estos levantamientos, el cónsul Porcio Catón intentó ampliar las conquistas romanas y marchó hacia la meseta norte y al curso alto del Tajo, pero fueron derrotado cerca de la ciudad de Numancia. El cuestor Sempronio Graco, por su parte, optó por firmar pactos de amistad con diversos pueblos, lo que llevó a más de veinte años de paz. Pero las tropelías y latrocinios de los pretores Galba y Lúsculo contra los lusitanos y los los pueblos celtíberos desencadenaron una larga sucesión de guerras que durarían veinte años, y que condujo a la ocupación permanente del interior de la meseta.
En el 154 a.C., los lusitanos penetraron en territorio romano y llegaron al Mediterráneo. A los romanos les costó mucho derrotarlos. En 147 a.C., los lusitanos se habían recuperado y volvieron a atacar. Esta vez lo hicieron bajo el mando de Viriato, un pastor convertido en caudillo, que pronto cobró fama por su habilidad con las tácticas de guerrillas. Con su estrategia, Viriato logró crear un estado de inseguridad en toda la provincia de Hispania Ulterior. Operaba entre el centro y el suroeste de la península Ibérica. En sus primeros tiempos, Viriato venció a varios cónsules y les obligó a firmar la paz, pero los romanos consiguieron deshacerse de él mediante una traición en 133 a.C.
A lo largo de estos mismos años, había tenido lugar una lucha intermitente contra los celtíberos. Pero, cuando cayeron los lusitanos, Roma pudo concentrar sus efectivos para derrotarlos. Solo la ciudad de Numancia, desafiando a las mejores legiones romanas, pudo aguantar durante unos pocos años más. Fue el mismo Escipión Emiliano, nieto del Africano y destructor de Cartago, quien logró tomar la ciudad tras un duro asedio. Pero la mayor parte de los numantinos, después de incendiar la ciudad, se habían dado muerte en un suicidio colectivo.
En el último tercio del siglo II a.C., solo galaicos, astures y cántabros escapaban del poder romano. No serían sometidos hasta que lo hiciera Octavio Augusto en persona cien años después. Durante ese tiempo, los romanos estuvieron ocupados en organizar las extensas tierras incorporadas. Hispania también sufrió, aunque atenuada por la lejanía, las consecuencias de las turbulentas guerras civiles de los últimos tiempos de la República. En suelos hispanos combatieron los soldados de Mario y Sila, se sublevó Sertorio, y César se enfrentó a Pompeyo.
Conforme avanzaban las conquistas en en la península Ibérica, Roma quiso asegurar la franja costera de la Francia meridional, imprescindible para la seguridad de la navegación romana que atravesaba el Mediterráneo entre Italia e Hispania. También era necesariio unir ambas penínsulas mediterráneas, la italiana y la ibérica, para permitir el desplazamiento de los ejércitos por tierra. En esa zona estaban asentadas varias poblaciones celtas y también la colonia griega de Massalia (Marsella), que se convirtió en aliada de Roma para defenderse mejor de las incursiones de los pueblos montañeses de los Alpes. En las primeras décadas del siglo II a.C., tras varias campañas muy duras, los romanos sometieron a las tribus ligures, que poblaban la costa de lo que hoy es el golfo de Génova, entre los ríos Ródano y Arno, y los Alpes marinos. Entre 154 y 122 a. C., todos los pueblos galos de la costa fueron paulatinamente empujados hacia el intertior, y un par de años después se creaba la provincia de la Galia Narvonense, que unía Hispania Citerior con la Galia Cisalpina. Allí, en Narbona, se fundó la primera colonia romana fuera de Italia en 118 a. C.
En la frontera de los Alpes orientales, los romanos contaban con el apoyo de los vénetos, pero se vieron obligados a actuar debido a la persistencia de la piratería en el Adriático. En el 181 a.C., se fundó la colonia de Aquileia para controlar mejor aquella región. En el 178 a.C., Roma se vio obligada a lanzar una expedición contra los Istrios que terminó con su sometimiento. El siguiente paso fue derrotar a las tribus de la costa dálmata en 156 a.C. Hacia el año 130 a.C., Roma había logrado unir los territorios italianos con Iliria y la provincia de Macedonia. El Adriático pasó a ser un «lago» romano.
Crisis del sistema republicano: el inicio del fin de la República romana
La rápida expansión de Roma a lo largo del Mediterráneo y la creación de las distintas provincias tuvo graves consecuencias internas para la República. Las leyes y las instituciones tradicionales, propias de una ciudad-estado, quedaron obsoletas para administrar el gobierno de un imperio. Las riquezas y recursos obtenidos de las conquistas transformaron la economía agrícola de subsistencia en otra de latifundios, y Roma pasó, paulatinamente, de ser zona productora a mantenerse a expensas de las provincias. Estos cambios afectaron profundamente al orden social y supusieron un grave problema para el propio ejército, que sustentaba, a fin de cuentas, el poderío romano. El último siglo de la República fue una época turbulenta de tensiones políticas, económicas, sociales y militares de la que solo se saldría con el cambio del régimen republicano al principado.
Las guerras en el exterior provocaron un cambio profundo en las estructuras del Estado y de la sociedad que se hicieron patentes a mediados del siglo II a.C. Fue un proceso de estratificación tan acusado y vertiginoso que pronto afloraron todo tipo de conflictos. La antigua dinámica político-social entre patricios y plebeyos, igualados en derechos justo antes de las guerras púnicas, dio paso a un orden social basado en la riqueza. El botín, las indemnizaciones de guerra y los tributos regulares de las provincias supuso para Roma la entrada de un flujo enorme y constante de dinero y esclavos. A esto se sumaban las ganancias por la explotación de minas y salinas o por el control de los mercados. Pero el reparto de las riquezas proveniente de las conquistas fue muy desigual; tan solo benefició de verdad a una minoría, que llegó a amasar fortunas gigantescas. Como consecuencia, la brecha entre ricos y pobres se ensanchó cada vez más y se acentuaron las desigualdades.
En lo alto de la pirámide social estaba el orden senatorial, una oligarquía terrateniente que copaba las principales instituciones políticas y religiosas de la República, y que dirigía el Estado. La nueva aristocracia (nobilitas) estaba formada por las antiguas familias patricias y por miembros de la plebe que descendían directamente de algún cónsul plebeyo. Esta oligarquía senatorial había sido la única en participar de la adjudicación de las tierras italianas integradas en el ager publicus tras la guerra de Aníbal. Después, como tenían prohibido hacer negocios, se habían dedicado a invertir las riquezas obtenidas de las conquistas en la compra de terrenos. Se convirtieron, así, en propietarios de grandes latifundios dedicados a la agricultura y, sobre todo, la ganadería, que eran explotados mediante la utilización masiva de esclavos.
Por debajo de ellos surgió una nueva clase privilegiada, el orden ecuestre. Sus miembros, equites o caballeros, eran un grupo adinerado de plebeyos emprendedores dedicados a los negocios. En sus orígenes, se trataba de ciudadanos que se podían costear el mantenimiento de un caballo, y participaban en la caballería del ejército. Más tarde, conforme la República se expandía fuera de Italia, empezaron a desempeñar aquellas actividades lucrativas que estaban vedadas al orden senatorial: el comercio, los contratos estatales de abastecimiento y obras públicas, y la recaudación de impuestos en la provincias. Estos caballeros se enriquecían lo suficiente como para presentarse con éxito a las elecciones para las bajas magistraturas. Con el tiempo, se fue tornando una clase poderosa a pesar de la resistencia del orden senatorial para que alcanzaran ciertas prebendas y distinciones.
Frente a estas clases privilegiadas, el resto de la plebe permanecía en una situación económica precaria. La fuerza de la expansión romana se había sustentado en una milicia poderosa de campesinos-soldados, propietarios de tierras que alternaban el trabajo en sus campos con las campañas militares. Los casi veinte años de la expedición de Aníbal habían supuesto ya un desastre para el campo italiano. Después, las continuas guerras del siglo II a.C., en países cada vez más alejados, terminaron arruinando a muchos campesinos porque no podían explotar sus tierras: estaban siempre ausentes sirviendo en las legiones. A pesar de este gran esfuerzo, no se les consideró a la hora de repartir el ager publicus de la península italiana. Los ricos hacendados aprovecharon, entonces, la situación para comprar sus tierras a precios muy bajos e integrarlas en sus granes fincas.
Esta conducta agresiva de la inversión inmobiliaria de la aristocracia, y el flujo enorme y continuo de esclavos proveniente de los países conquistados, causaron una decadencia y proletarización del campesinado itálico. A los pequeños propietarios les era imposible competir con las grandes haciendas explotadas por esclavos, y fueron muchos más los que quebraron. Hasta el siglo II a.C., en Roma, y en Italia en general, la mano de obra esclava había sido minoritaria. Con la multiplicación del número de esclavos por las guerras de expansión, los terratenientes vieron que les era mucho más ventajoso usar este tipo de mano de obra que emplear jornaleros o antiguos campesinos. El ejército se vio afectado directamente por esta situación, pues solo podían ejercer como soldados ciudadanos con propiedades, que eran cada vez menos.
A todos esos pequeños propietarios arruinados no les quedó más remedio que marchar a Roma con la esperanza de emplearse en la industria o el comercio. La mayor parte, sin embargo, lo único que hizo fue aumentar una gigantesca masa miserable y ociosa. Como su mayor aporte a la República era engendrar su «prole», generar nuevos ciudadanos, se los denominó proletari. A este proletariado urbano sin apenas recursos también se sumaba una gran cantidad de libertos, antiguos esclavos que habían sido liberados por sus amos. Sin embargo, por muy pobres que fueran, seguían siendo ciudadanos, y eso quería decir que tenían derecho a votar. Políticos astutos y sin escrúpulos que aspiraban a las magistraturas empezaron a tenerlos en cuenta cuando comprendieron que todos esos votos romanos estaban en venta.
Por último, por debajo de todos estos grupos estaban los esclavos, que, como hemos visto, eran cada vez más numerosos, pero no tenían ningún tipo de derecho.
Los intentos de reforma de los Graco. Optimates y populares
La plebe necesitada encontró algunos defensores en el seno mismo de la aristocracia. El primero de ellos fue Tiberio Graco, nieto de Escipión el Africano. Impresionado la pobreza y la aparente despoblación que vio en el campo italiano, Tiberio se impuso la meta de reconstruir una clase media de campesinos que salvase la República de la corrupción y de la crisis. Cuando fue elegido tribuno de la plebe en el año 133 a.C., impulsó enseguida una importante labor legislativa favorable a las clases bajas. Propuso una ley agraria, pidió que se limitase el derecho de ocupación del ager publicus por los grandes propietarios y que se atribuyese lotes de tierra inalienables a los ciudadanos desprovistos. Los oligarcas, airados, promovieron contra él un motín en el que fue asesinado. Pero su programa de reformas fue continuado con mayor amplitud por su hermano Cayo Graco diez años después. Comprendiendo que no podían obtenerse serios resultados si no era con una reforma profunda del Estado, intentó limitar por medio de diversas medidas los poderes del Senado y llamar al derecho de ciudadanía a las masas italianas. Pero, como su hermano, terminó cayendo víctima de la violencia. Los Gracos no solo tuvieron que luchar contra la oposición de la oligarquía senatorial, también se encontraron con la dificultad de aglutinar a la plebe urbana y la plebe rural, cuyos intereses eran distintos y se contraponían, incluso, en algunos puntos. Años después de la desaparición violenta de los Gracos, Apuleyo Saturnino (100 a.C.) y Livio Druso (91 a.C.) retomaron este proyecto; sin embargo, la represión senatorial y otros problemas, más graves aun si cabe, lo volvieron a dejar en estado latente.
Durante la segunda guerra púnica, la necesidad y el peligro impusieron un gobierno fuerte del Senado, que vio aumentado su papel rector del Estado. Tras la victoria, reforzado ante la ciudadanía, el Senado gozó de un poder como no había tenido antes. Durante cerca de cien años los senadores se afanaron por mantener este poder y lograron abortar cualquier tipo de reforma como los de Tiberio y Gayo. No obstante, a partir de los hermanos Graco, se pudo constatar una clara división en magistrados y senadores, que se alinearon en dos facciones enfrentadas: optimates y populares. No se trataba de organizaciones concretas sino de posturas políticas dentro del mismo orden senatorial. Los optimates defendían de manera férrea sus privilegios aristocráticos y eran hostiles a cualquier innovación. Por eso abogaban a ultranza por la preeminencia senatorial. Los populares solían ser políticos individualistas que, deseosos de alcanzar un poder personal, se enfrentaron al colectivo senatorial. Propugnaban la ampliación del Senado para restarle poder a la nobilitas. Aunque eran también miembros del orden senatorial, se valían del apoyo de la plebe y de su magistratura más característica, el tribunado, para lograr sus metas políticas. Utilizaban los comicios para sus fines, y captaban la atención de la plebe urbana y de los aliados itálicos incluyendo sus reclamaciones y aspiraciones en los programas electorales. En resumen, se limitaban a seguir una política de circunstancias. El orden ecuestre hizo causa común con los populares en cuanto empezaron a tener diferencias con los senadores. La plebe proletaria, en cambio, estaba muy dividida, pues sus votos se vendían al mejor postor, de ahí que muchos apoyasen a la facción aristocrática.
Hacia el último tercio del siglo II a.C., se puede ya constatar que Roma había perdió la normalidad de sus instituciones. Se empezaron a ver casos de magistrados que accedían a su cargo de manera irregular, y la política de la República reflejaba cada vez más el poder del dinero. Los candidatos gastaban grandes sumas para incrementar su clientela y comprar votos. Y la masa de desocupados era fácil de manipular con una política de panem et circenses. Poco a poco, el proceso político se convirtió una lucha por el control personalista del poder. La rivalidad entre las dos facciones fue constante durante el último siglo de la República. Se sucedieron revueltas y sublevaciones con regularidad por toda Italia central. Lo que en principio fueron enfrentamientos violentos, se convertirían, en el siglo I a.C., en cruentas guerras.
A ellas habría que sumar las grandes insurrecciones de esclavos, las denominadas «guerras serviles». Para aumentar el rendimiento y los beneficios, los esclavos estaban sometidos a unas condiciones de vida muy duras, y muchas veces recibían un trato brutal e inhumano. Por eso se rebelaron en masa en varias ocasiones. La más importante de estas revueltas estalló en Sicilia en el año 139 a. C., encabezada por un esclavo de origen sirio, Euno, que fue capaz de reunir un ejército de 70.000 esclavos y de poner en jaque a la República durante siete años. Otro levantamiento de menor importancia tuvo lugar también en Sicilia en el 104 a. C. La última sublevación importante fue la de los esclavos de Campania, liderados por el gladiador Espartaco, entre 73 y 71 a.C. Estas guerras serviles, que siempre acababan reprimidas con extrema dureza, se convirtieron en un elemento más en la política interior romana que las distintas facciones trataron de utilizar en su favor.
Cayo Mario
Roma pasaba por un momento de incertidumbre. Desaparecidos los Graco, la oligarquía senatorial recuperó de nuevo su poder y se afanó en destruir paulatinamente la obra de los hermanos. Se vio incapaz, sin embargo, de frenar la rápida recuperación de la facción popular. En ese tiempo, la plebe romana empezó a apoyar a políticos y militares capaces de hacer frente a los peligros y necesidades que le surgían a la República, ya fuese mediante reformas o a costa de subvertir el funcionamiento normal de las instituciones. Una de estas figuras fue Cayo Mario.
Gayo Mario era un homo novus, un «hombre nuevo» de orígenes muy humildes, que medró gracias al apoyo y protección de familiares y amigos. Comenzó su carrera militar en Hispania, siguió el cursus honorum y fue cuestor, pretor y luego gobernador de Hispania Ulterior en calidad de propretor. También ejerció como tribuno de la plebe y se convirtió en defensor de los derechos del pueblo. Su ascenso político coincidió con el fortalecimiento del movimiento popular. Militar ambicioso, Cayo Mario fue un «héroe del pueblo», no un reformador popular. Ante todo, era un excelente soldado de carácter inflexible. Y fueron dos amenazas militares que llegaron desde el exterior las que permitieron a Mario se presentase ante la opinión pública como un militar capaz, y le abrieron el camino del consulado: la guerra de Yugurta y la invasión de los cimbrios y teutones.
La guerra de Yugurta
El reino de Numidia se había convertido en un protectorado romano fronterizo con su importante provincia de África. Las luchas dinásticas eran habituales entre los númidas, pero el enfrentamiento por el trono, a finales del siglo II a.C., entre Yugurta y sus hermanastros fue un conflicto vergonzoso que salpicó a la República y puso en evidencia sus miserias. Yugurta había tomado la ventaja asesinando a uno de sus rivales. Pero su otro hermanastro logró refugiarse en Cirta, ciudad en la que residían numerosos comerciantes romanos. Al autoproclamado rey de Numidia eso le importó bien poco cuando asaltó la ciudad a sangre y fuego. No es raro, entonces, que entre las víctimas de la masacre hubiera muchos ciudadanos romanos. Roma se sintió ultrajada, pero Yugurta supo solucionar la situación haciendo fluir el oro entre los senadores. El númida dejaba al descubierto hasta dónde llegaba la corrupción del Estado. Para disimular un poco la situación, Roma trató de mediar en el conflicto y el Senado propuso una división del reino favorable a Yugurta. Pero este hizo caso omiso y, al final, los romanos no tuvieron más remedio que enviar un cónsul en 111 a. C. Como pasó con aquellos senadores, el cónsul fue fácil de sobornar y firmó un tratado de paz demasiado beneficioso para el númida. El pueblo se negó a ratificar tal tratado y Yugurta fue finalmente convocado por el Senado. En Roma, el rey se dedicó a lo que se le daba tan bien: sobornar a sus opositores. Y, mientras se las arreglaba para asesinar a un númida rival refugiado en la Urbe,era capaz de comprar a un tribuno para que detuviese el proceso iniciado en su contra. Esto fue ya demasiado bochornoso para Roma, que reinició las hostilidades con mayor decisión.
Para ganar esta guerra, los romanos sabían que necesitaban un general absolutamente incorruptible, y lo encontraron en la persona de uno de los optimates: Quinto Cecilio Metelo. En 109 a. C., Yugurta se encontró luchando contra un comandante que al que no podía sobornar y empezó a sufrir descalabro tras descalabro. Hasta el punto que tuvo que abandonar la guerra regular y limitarse a llevar a cabo escaramuzas y correrías ocasionales. Fue en ese momento, con una guerra sin batallas que se comenzaba a estancar, cuando entró en escena Cayo Mario. Mario había sido enviado como lugarteniente de Metelo. La guerra contra Yugurta se había convertido en un nuevo motivo de enfrentamiento entre optimates y populares y, como Mario era la figura más destacada de estos últimos, no tardó mucho en surgir una dura rivalidad entre los dos. Pero el desempeño de Mario en Numidia fue lo suficientemente bueno como para tener posibilidades de ser elegido cónsul sin que se tuviese en cuenta su origen, tan solo su capacidad como comandante y su calidad de guerrero. Utilizó la situación del ejército de África, enfrascado en una guerra de guerrillas sin fin, para sacar rédito político. Y consiguió que lo eligieran cónsul en 107 a. C.
La primera intención de Mario, nada más ser ratificado en su cargo, era remplazar a Metelo y ponerse él mismo al frente de las legiones de Numidia. Pero se encontró con la oposición del Senado, que se negó a concederle un ejército. Con una firme determinación, Mario decidió reunir voluntarios entre la gente de las clases pobres, e hizo su lugarteniente a Lucio Cornelio Sila. Con la ayuda del rey Boco de Mauritania, Mario y Sila vencieron definitivamente a los númidas y capturaron a Yugurta en 105 a. C. Numidia se dividió entre Roma y Mauritania, y su rey terminó sus días en prisión. La contienda fue un gran éxito para Mario, y le supuso un triunfo concedido a regañadientes por el Senado.
Invasión de cimbrios y teutones
Mientras la guerra de Yugurta empezaba en el continente africano, una amenaza mayor se cernía sobre los romanos desde el lejano norte. Hacia el año el 120 a.C., comenzó una migración masiva de gentes asentadas en la península de Jutlandia y las costas aledañas hacia tierras más meridionales. Los cimbrios, un pueblo protogermánico, arrastraron en su éxodo a los teutones y luego a los ambrones. Deambularon unos años por el centro de Europa hasta que llegaron a las tierras de los nóricos, al noreste de los Alpes, aliados de Roma que guardaban los pasos de montaña que conducían hasta Italia. Los nóricos, incapaces ellos mismos de rechazar la invasión, pidieron ayuda a los romanos. Como respuesta, Roma envió un ejército consular. En un principio, el cónsul romano se reunió con los jefes tribales de los bárbaros para buscar una solución pacífica. Sin embargo, se trataba de un intento de traición que se volvió en su contra, y los romanos terminaron encajando una humillante derrota en Noreya.
Aunque el paso hacia Italia estaba abierto, los cimbrios y sus aliados decidieron dirigirse a la Galia. Rodearon los Alpes hacia el oeste y cruzaron el Rin en 113 a.C. Su avance los llevó a toparse inevitablemente con los romanos, esta vez en la Galia Narbonense. Allí, los invasores derrotaron a otros dos ejércitos consulares entre 109 y 107 a.C., algo que propició que se les uniesen varias tribus celtas y tuvieran lugar revueltas y levantamientos. Aquella contienda se estaba volviendo larga y sangrienta, y Roma debía atender, al mismo tiempo, la guerra africana. Para atajar de un solo golpe a la horda bárbara, que cada vez se hacía más grande, el Senado tuvo que reclutar un ejército de dimensiones enormes, el mayor desde la segunda guerra púnica. 80.000 legionarios y 40.000 auxiliares se enfrentaron a aquella confederación de pueblos en Arausio, a orillas del río Ródano. Y allí sufrieron los romanos su peor derrota desde Cannas. Cimbrios y teutones aniquilaron casi por completo el ejército enemigo. Sin embargo, no lo aprovecharon. Inexplicablemente, en lugar de dirigirse hacia Italia, los bárbaros se dividieron: los cimbrios penetraron en Hispania en el 104 a.C.; los teutones, por su parte, se dedicaron a saquear la Galia.
Mientras tanto, cundía el pánico en Roma. Los romanos no se habían sentido tan amenazados desde la marcha de Aníbal sobre Italia cien años antes. El populacho, atemorizado, exigió que se le diese el mando a Mario, el flamante vencedor de Yugurta. No habían pasado los 10 años requeridos para que pudiese ser designado cónsul otra vez, así que estaban demandando algo que era ilegal. Pero el senado no se atrevió a oponerse, pues tampoco veía otra opción. Así, en el año 104 a.C., Mario fue elegido cónsul por segunda vez, mientras aún estaba en África. Es más, ocupó el cargo de cónsul ininterrumpidamente hasta el año 100 a.C., una situación totalmente irregular para la República.
Mario aprovechó su nuevo poder y el respiro que les habían dado los bárbaros para reformar por completo la estructura del ejército. Después se dedicó a reclutar y entrenar nuevas legiones. Apeló otra vez a las clases más humildes, y creó una potente fuerza militar fiel a su persona. Con este ejército renovado, Mario alcanzó a los Teutones en la Galia y los venció en la batalla de Aquae Sextiae, en 102 a. C. Había dejado otro ejército defendiendo el norte de Italia, ya que los cimbrios, rechazados en Hispania, habían regresado hasta Renania y estaban atravesando los Alpes para llegar a Italia. Ante su llegada, aquellas legiones se replegaron hasta el río Po y dejaron que se entretuviesen saqueando la Galia Cisalpina. Lo hicieron, en realidad, para darle tiempo a Mario a unirse a ellos con su ejército. Reunidas todas las tropas bajo su mando, Mario hizo frente a los cimbrios en Vercellae y los derrotó por completo. El pueblo cimbrio fue prácticamente exterminado. Con estas victorias, Mario alcanzó la cumbre de su carrera. Y se convirtió en el ejemplo de general poderoso, apoyado por sus tropas, que dirige los designios del Estado.
Reforma del ejército
Roma se había convertido en la primera potencia del Mediterráneo gracias al poderío de sus legiones. Y fue en su milicia donde se empezaron a entrever algunos de los grandes problemas que afectaban a la República. Para poder vencer a Yugurta y a los cimbrios, sobre todo tras el descalabro de Arausio, Mario tuvo que replantear por completo el funcionamiento del ejército. Sus victorias no fueron solo consecuencia de sus buenas dotes militares sino, sobre todo, de las reformas que hizo en la estructura, composición, táctica y armamento del ejército; y, especialmente, en el sistema de reclutamiento.
Hasta entonces, solo se consideraron aptos para el ejército aquellos ciudadanos que poseían tierras y podían costearse el equipo militar. Por eso se excluía del censo a los plebeyos pobres que, en tiempos de Mario, era el proletariado urbano. Las guerras púnicas y las conquistas de tierras lejanas habían demostrado, sin embargo, que ya no le valía a Roma con esa milicia de ciudadanos campesinos que tomaban las armas cuando no estaban en el campo. Las campañas llevaban a los hombres cada vez más lejos y, en caso de guerra, pasaban años antes de que pudieran regresar. Además, empezó a ser necesario contar con guarniciones permanentes destinadas en las nuevas provincias. Conforme miles de pequeños agricultores se arruinaban y pasaban a engrosar las filas del populacho romano, se hacía cada vez más difícil completar las nuevas legiones que se necesitaban. El Senado intentó solucionarlo rebajando los requisitos económicos, pero no funcionó. La propia oligarquía latifundista había acabado con la antigua clase media de agricultores soldados. Y, con su desaparición, se tambaleó el equilibrio del Estado.
Cuando accedió a su primer consulado, en 107 a.C., Mario se percató de la gravedad de la situación. Roma se encontraba luchando en dos frentes y obtener nuevas tropas era cada vez más difícil. En realidad, fueron las circunstancias las que llevaron a Mario a recurrir a métodos no convencionales. Cuando el Senado se negó a proporcionarle un ejército para luchar en Numidia, decidió ignorar la cualificación del censo y empezó a reclutar a ciudadanos sin propiedades, algo que solo se había hecho en momentos de crisis extremas.
Entre los años 107 y 100 a.C., Mario puso en marcha una serie de medidas que revolucionaron completamente el ejército romano. Para empezar, a los legionarios se les asignó una paga o soldada, con lo se convirtieron en soldados profesionales. Con esto se aseguraba un reclutamiento constante, ya que muchos ciudadanos vieron en el servicio de las armas una posibilidad de ganarse la vida. El Estado asumió los costes de su equipamiento y se les permitió participar del reparto del botín de guerra. A los soldados itálicos se les garantizó, además, la ciudadanía romana. Finalizado su periodo de servicio, a los veteranos se les recompensaba con lotes de tierra en las colonias o una pensión.
Mario estableció un periodo de servicio, de entre 6 y 16 años. Durante ese tiempo la instrucción era constante, incluso si no se estaba en campaña. Para endurecer a los legionarios, el régimen de entrenamiento incluía largas marchas con el equipo a cuestas. Se incrementó la disciplina y se empezó a adiestrar a los soldados en el uso de las armas siguiendo el modelo de las escuelas de gladiadores.
Otra medida fue la homologación del armamento y el equipo, que pasó a ser el mismo para todos los legionarios. Llevar el mismo tipo de escudo, el gran scutum, permitió la utilización de tácticas como la testudo, la famosa «tortuga».
La innovación más importante en la estructura de las legiones fue la creación de una nueva unidad táctica: la cohorte. Cada legión pasó a estar compuesta de 10 cohortes, que a su vez estaba compuesta de 3 manipulos, dividido cada uno en dos centurias de 80 hombres. Mario también eliminó a los velites de la legión, la unidad de infantería ligera compuesta por los ciudadanos más pobres, y los sustituyó por los cuerpos de auxilia, unidades auxiliares formadas por tropas nativas que se dedicaban, sobre todo, al disparo de proyectiles (como los famosos honderos baleares) y a las tácticas de escaramuza.
A cada legión se le asignó un emblema, el aquila, un estandarte con un águila de plata en su extremo. Estas «águilas» tenían un carácter simbólico casi sagrado, eran una especie de mezcla entre ídolo y divisa, cuya intención era promover el espíritu colectivo y una continuidad de tradición en cada legión.
Mario seguramente no se dio ni cuenta de las graves consecuencias que traerían sus reformas en el futuro. Aunque, gracias a ellas, salvó la República en un momento de gran apuro, a la postre iban a significar su liquidación. Este nuevo ejército profesional cambió la actitud tanto de los legionarios como de los generales. A partir de ese momento, los soldados empezaron a cambiar la fidelidad al Estado romano por la lealtad a su comandante, pues era él, a fin de cuentas, quien les ofrecía gratificaciones especiales en caso de campañas victoriosas y les permitía disponer de botín. También repartía tierras entre sus veteranos cuando terminaban su servicio. El propio Mario llegó a exigir un juramento lealtad personal a uno de los ejércitos que tuvo bajo su mando. Se empezaron a crear lazos que trascendían lo eminentemente militar, y el ejército se convirtió en una nueva fuerza política. De este modo, se añadía un nuevo elemento a la crisis de la República.
Por otro lado, el conjunto de costumbres que desarrolló el ejército romano, de instrucción militar, alimentación, de equipo o de técnicas de construcción influyó mucho en la forma de vida romana de las provincias y propiciaron que antiguos campamentos militares se terminaran convirtiendo en ciudades.
La guerra de los aliados
A lo largo de su carrera política, Mario se apoyó en la oligarquía o las clases populares según sus necesidades del momento, aunque, alcanzado su segundo consulado, se posicionó claramente en contra de la oligarquía senatorial y a favor de una nobleza popular que era apoyada por el orden ecuestre y grandes masas plebeyas. Sin embargo, frente a grandes dotes como militar, Mario era bastante mediocre como político. Por eso se vio en un aprieto cuando otros pretores y tribunos populares llevaron a cabo reformas que soliviantaron a los senadores, pues él tenía cada vez más negocios que lo ligaban a la oligarquía. Incluso mantener la promesa de conceder la ciudadanía a los italianos que habían participado en las guerras címbricas terminó provocando tumultos en Roma.
Los hermanos Graco ya habían propuesto conceder la ciudadanía romana a los socii, los aliados itálicos, como respuesta a una una vieja demanda. Desde entonces, la cuestión se había sumado a la problemática interior romana. Durante más de dos siglos, los pueblos de Italia habían sido fieles aliados de Roma, incluso en tiempos oscuros como los que hubo tras la derrota de Cannas. El descontento de los aliados era profundo: estaban constantemente aportando hombres al ejército romano y compartían los riesgos de las campañas militares, pero no participaban en la misma medida de sus recompensas, ni podían acceder a las nuevas oportunidades de los territorios conquistados. Más aún, cuando vieron que se empezaban a repartir lotes de tierra entre los veteranos, tras las reformas del ejército, sintieron la amenaza de que sus propios campos fuesen ocupadas por colonos romanos. Solo si obtenían la ciudadanía romana rechazarían por completo posibilidad.
Aunque parecía algo justo, durante cuarenta años fracasó cualquier iniciativa de sacar adelante una ley para concederles la ciudadanía. Siempre se topaba con la oposición del Senado, pero también con el rechazo de la plebe proletaria, que no quería que los italianos se igualasen en derechos con ellos. Argumentaban que, si ocurría, serían aquellos los que terminarían gobernando Roma con sus votos. Pero también pesaba el hecho de que, conforme aumentaba el número de ciudadanos, se devaluaba el precio de ese voto que ellos vendían al mejor postor.
El último proyecto que incluía la concesión de la ciudadanía a los aliados itálicos lo puso en marcha el tribuno de la plebe Livio Druso. Pero, pese a que sus leyes fueron aprobadas, senadores y equites lograron que se paralizase su ejecución. Poco después, en el 91 a.C, Druso aparecía asesinado en su casa. Y esa fue la gota que colmó el vaso. Representantes de los pueblos italianos llevaban un tiempo reuniéndose en secreto, y habían tomado conciencia de que, juntos, disponían de un potencial humano semejante al de Roma. Estaban en posición de obligar a los romanos a aceptar sus propuestas. El asesinato de Druso fue la chispa que encendió la insurrección generalizada. Se habían estado preparando: sus ejércitos estaban listos para actuar y sus ciudades dispuestas a defenderse. Comenzaba así la guerra de los Aliados, una dura y cruenta contienda que duró tres años y que puso en serios apuros la continuidad de la propia República romana.
Samnitas y marsos fueron los principales pueblos que se rebelaron; a ellos se sumaron otros de menor entidad. En principio, latinos, umbríos y etruscos permanecieron fieles a la Urbe. Los sublevados se coaligaron en una federación y proclamaron un Estado paralelo a Roma que llamaron Italia, con su propia capital en Corfinium, a orillas del Pescara, que renombraron como Itálica. Se dieron una constitución, copiada de la romana, y crearon un senado. Muchas de las tropas que se habían levantado en armas contra Roma habían formado parte de las legiones de Mario, así que estaban bien armadas y adiestradas y conocían las tácticas de guerra romanas. Así que las fuerzas estaban equilibradas.
La guerra se desarrolló básicamente en dos frentes: en el territorio de los marsos, en el centro de la península, y en el de los samnitas, al sur. Los itálicos dieron el primer golpe con la masacre de los ciudadanos romanos que habitaban en Asculum. Después, los ejércitos romanos, reunidos apresuradamente, sufrieron varias derrotas consecutivas. Aquellos primeros éxitos extendieron la rebelión a las regiones de Lucania y Apulia, que se unieron a los samnitas en el sur, y que etruscos y umbros también se pasaran al bando de los sublevados. Tal como iba la guerra, el Senado no tardó en entregar a regañadientes el mando a Mario. Para este tampoco fue plato de su gusto, pues él había sido partidario de darles la ciudadanía a los aliados en sus reformas del ejército. Por eso optó por una táctica que trataba de evitar el combate frontal y mantener pérdidas al mínimo.
La situación no mejoraba mucho para los romanos; aunque lograron tomar algunas ciudades, siguieron sufriendo reveses en el campo de batalla y perdieron allí varios de sus cónsules. Se hizo patente que sería necesario encontrar una salida negociada. Para empezar, se aprobó una propuesta de ley consular que concedía la ciudadanía romana a aquellos pueblos que se habían mantenido fieles. Poco después, sin embargo Lucio Cornelio Sila fue puesto al frente de las legiones del sur, y se mostró mucho más contundente que Mario. Los ejércitos de itálicos empezaron a ser derrotados en ambos frentes. En 89 a.C., terminó la resistencia marsa con la caída de Asculum.
Pero el costo en vidas humanas de la guerra y su impacto económico estaba siendo demasiado alto. La República necesitaba terminar con ella cuanto antes, así que se aprobó otra ley para conceder el derecho de ciudadanía a cualquier italiano libre que la pidiera al pretor urbano en un plazo de sesenta días. Puesto que era eso lo que originalmente habían pedido, casi todos los pueblos sublevados cedieron. Solo los samnitas, que siempre habían sido duros oponentes de los romanos, siguieron resistiendo hasta el final. Para el año 88 a. C., la guerra de los Aliados había terminado.
Aunque Roma ganó la guerra, las comunidades itálicas lograron su objetivo: la ciudadanía romana. Debido a ello, el número de ciudadanos de pleno derecho aumentó de 400.000, antes de la guerra hasta 900.000. Sin embargo, la participación política de todos estos nuevos ciudadanos fue bastante limitada durante un tiempo. Como solo se podía votar y participar de las instituciones republicanas en la misma Roma, en la práctica, solo los ciudadanos ricos disponían de tiempo y recursos para desplazarse. Además, los censores restringieron la inscripción de nuevos ciudadanos a solo 8 tribus, lo que les quitaba peso político para los comitia tributa. Eso sí, a partir de ese momento participaron en las legiones en igualdad de condiciones y con las mismas compensaciones.
La guerra de los aliados permitió la unificación jurídica de toda la población libre de la península itálica situada al sur del Po, e impulsó una progresiva homogenización cultural y de costumbres, lo que convirtió Italia en una gran unidad social y política.
La guerra contra Mitrídates y la primera guerra civil
La guerra de los aliados había dejado en un segundo plano la política exterior romana. No sólo se redujeron las fuentes de ingresos provinciales, sino que algunos de los rivales de Roma creyeron ver un momento de debilidad. Fue el caso de Mitrídates, el Grande, el rey del Ponto. Este nuevo peligro surgido de Oriente encumbraría a otro general con aspiraciones políticas: Cornelio Sila.
Mientras los romanos andaban ocupados guerreando con númidas, cimbrios y teutones, Mitrídates VI, Eupator, había aprovechado para expandirse por la península de Anatolia. Su intención era unificar todas las tierras bañadas por el mar Negro y, para ello, contaba con un ejército poderoso y con generales capaces. También tenía una fuerte alianza con los armenios, cuyo poder estaba también creciendo en el este. La expansión del Ponto terminó entrando en conflicto con el reino de Bitinia por el control de Capadocia. Mitrídates conquistó ambos reinos con facilidad en el año 90 a.C., pero los bitinios eran fieles aliados de los romanos. Cuando estos le exigieron que se retirase, Mitrídates, para evitar males mayores, obedeció. Algunos políticos romanos, decepcionados porque esperaban una guerra que acrecentara sus fortunas con el botín azuzaron a los bitinios a efectuar una serie de rápidas incursiones contra el Ponto. Cuando las quejas de Mitrídates fueron ignoradas por el Senado romano, enfurecido, declaró la guerra a Roma. Los romanos acababan de ganarse a uno de sus enemigos más feroces. Comenzaba la primera guerra del Ponto.
Los inicios de la guerra fueron favorables a Mitrídates, que rechazó un intento de invasión y luego obtuvo varias victorias contra bitinos y romanos. Al mismo tiempo, el rey del Ponto se dedicó a apoyar económicamente a los italianos que luchaban en ese momento contra Roma en la guerra social. En el año 88 a.C. había logrado hacerse con casi toda la provincia de Asia, salvo la isla de Rodas. Tal despliegue de poderío hizo que algunos griegos, como los atenienses, cansados de soportar el yugo romano, se le unieran. Quizá para sellar este destino común de griegos contra romanos hasta el final, Mitrídates llevó a cabo un crimen execrable: ordenó la matanza de las decenas de miles de italianos que se encontraban en la península de Anatolia. Así no había marcha atrás; la única manera de escapar de la venganza romana era la victoria.
Solucionado los problemas con sus aliados, los romanos podían, por fin, soltar toda su ira sobre Mitrídates. En ese momento, los dos hombres más capacitados para conducir la guerra contra el Ponto eran Mario y Sila. Tras la guerra social, las disputas entre optimates y populares se habían recrudecido, y cada uno de ellos tenía apoyo de su facción. Sila pertenecía a la vieja nobleza patricia y había dado muestra de sus buenas dotes militares durante la guerra de Yugurta, las guerras címbricas y la guerra de los aliados. Arropado por el ala más tradicionalista del Senado, Sila alcanzó el consulado ese mismo año pese a las intrigas de populares y caballeros. Eso significaba que tomaba podía tomar el mando del ejército que iba a combatir a Mitrídates; un mando que luego mantendría como procónsul de Asia durante los años que durase la guerra, y que le reportaría honores y mucha riqueza. Pero Mario se guardaba un as en la manga: el tribuno de la plebe Sulpicio Rufo presentó la cuestión a la Asamblea del Pueblo y consiguió anular el nombramiento de Sila, y que el liderazgo de las tropas fuera a parar a Mario.
El Senado vio aquello como una intromisión intolerable a algo que era suyo por tradición. Sila, al que le llegó la noticia cuando estaba ya movilizado con su ejército, se lo tomó como una gran afrenta personal. Y su reacción se convertiría en uno de los acontecimientos decisivos de la historia de Roma. Sila soliviantó a sus soldados, les dijo que Mario iba a formar otro ejército y que serían sus tropas las que se quedarían con los honores y el botín de la guerra. Después, despreciando toda legalidad, marchó con su ejército contra Roma. Que un general osase atacar a la propia Urbe con sus legiones hubiera sido impensable con un ejército cívico. Pero las reformas de Mario inauguraron la época de los ejércitos profesionales. Constituidos fundamentalmente por gente del proletariado, a partir de ese momento, las legiones iban a intervenir directamente en la en la vida política romana. Durante medio siglo, la República se vio sumida en una sucesión de golpes de Estado y sangrientas guerras civiles, hasta su desaparición.
Tras un breve asedio, Sila entró en Roma. Con esta acción cometía también un sacrilegio: la violación del pomerium. Todo intento de resistencia resultó fútil y fue respondido con brutalidad. Mario apenas tuvo tiempo de huir a África, mientras que el tribuno Sulpicio Rufo fue capturado y condenado a muerte. Sila publicó una lista de enemigos del Estado y ordenó una violenta represión que llevó al asesinato sistemático de los rivales políticos que pudo encontrar. Pero se hacía cada vez más urgente partir hacia Oriente, y sabía que su poder tan solo se sustentaba por la fuerza de las armas. Por eso, Sila intentó llevar a cabo una rápida labor legislativa que dejara la situación favorable a su regreso: devolvió poder al Senado y limitó las atribuciones del Tribunado de la Plebe y las Asambleas. Luego zarpó con el ejército rumbo a Grecia.
Al no disponer de un verdadero respaldo político, las medidas de Sila fueron desdeñadas en cuanto desapareció la amenaza del ejército. En el 87 a.C. resultaron elegidos un cónsul popular y uno del bando aristocrático, y no pasó mucho tiempo antes de que se reiniciasen las hostilidades entre las dos facciones. Mario regresó a Italia de su exilio africano y reclutó un ejército; Cinna —el cónsul popular— había reunido otro. Y, siguiendo el ejemplo de Sila, se dirigieron a Roma para tomar el poder por la fuerza. Pero la situación era diferente ahora. Sus adversarios políticos disponían también de legiones con las que defender la capital. Lo que en principio iba a ser otro golpe de Estado, terminó por convertirse en el inicio de la primera guerra civil romana.
El primer embate lo ganaron Mario y Cinna, que se hicieron con la ciudad antes de finalizar el año. Inmediatamente, Sila fue declarado fugitivo y enemigo público, y su ejército dejó de recibir el soporte del Estado. Después vino una sangrienta revancha de los populares, con la persecución y asesinato de miembros de la nobleza y políticos silanos. En el 86 a.C., Cinna fue reelegido como cónsul y Mario accedió por séptima vez al cargo; aunque lo disfrutó muy poco tiempo porque falleció un par de meses después. Cinna quedaba con todo el poder al frente de la ciudad. Sin embargo, era consciente de que solo controlaba las provincias occidentales; Sila disponía de un ejército completo desplegado en Grecia, listo para recuperar la provincia de Asia. No tardó en derogar las leyes que el otro había promulgado, e incluso envió un ejército, «oficial», contra Mitrídates. Después se aseguró de ser reelegido año tras año hasta el 84 a.C.
Mientras todo esto sucedía en Italia, Sila había desembarcado en el Epiro y marchaba hacia el este a través de Grecia. Como la República ya no sufragaba su ejército, lo hizo él mismo tomando los tesoros de los santuarios griegos. En el 86 a.C., sus legiones asediaron y saquearon Atenas con saña. Dominado el Ática, Sila derrotó a los ejércitos de Mitrídates en Beocia, en las batallas de Queronea y Orcómeno. Otro éxito igual de importante fue conseguir que pasase a su bando al otro ejército mandado por Cinna, que combatía a las fuerzas de Mitrídates en Asia y había llegado a tomar Pérgamó.
Con esta situación, Sila presionó al rey del Ponto para que aceptara un armisticio. El romano necesitaba volver cuanto antes a Roma con un ejército victorioso para disputar el poder a sus enemigos políticos; Mitrídates también tenían problemas internos que atender en su reino, y daba ya por perdidos los territorios que había conquistado los años anteriores. Así que les fue fácil a los dos llegar a un acuerdo. El tratado firmado en Dárdano en el año 85 a.C. era más una tregua que una paz duradera, y en él primaron los intereses personales de Sila sobre los del propio Estado romano. Por eso las condiciones fueron relativamente benignas para Mitrídates.
Sila continuó en Oriente durante un tiempo, reorganizando el territorio y reforzando su ejército para su retorno a Roma. En Italia, los cónsules se prepararon para la defensa. En el 84 a.C., empezaron a concentrar tropas en la costa del Adriático, pero al final estas se amotinaron y mataron a Cinna. En la primavera del año siguiente, Sila desembarcaba en Brindisi. El ejército con el que contaban los populares para defender Roma era mucho mayor que el que Sila había traído de Grecia. Pero los legionarios de este eran veteranos de guerra bien preparados y sus mandos eran mejores. El Senado trató de mediar para evitar que se reiniciase la guerra civil, pero fue inútil.
Los enfrentamientos de romanos contra romanos duraron dos años. Tuvieron lugar en dos frentes: en el norte, en la región de Piceno, donde un joven silano, Pompeyo, había reclutado varias legiones; y en el sur, a lo largo de la vía Latina, por donde avanzó el propio Sila. Aunque samnitas y algunas ciudades itálicas como Praestene se unieron a los marianistas, el bando popular fue perdiendo todas las batallas. El choque decisivo tuvo lugar a finales del 82 a.C. frente a las murallas de la propia Roma, junto a la Porta Colina, donde Sila se llevó la victoria final gracias a la destacada intervención de Marco Licinio Craso.
La venganza de Sila no se hizo esperar. El día después de la batalla hubo una matanza de prisioneros en el Campo de Marte, y el procónsul se aseguró de que los senadores escuchasen los gritos de agonía. En las jornadas siguientes, la represión se materializó en las listas de proscripciones. En ellas se recogía el nombre de los enemigos del Estado y se ponía precio a sus cabezas. Además de la condena a muerte, la aparición en estas listas negras suponía la incautación de sus propiedades, y que sus descendientes fueran excluidos para siempre del cursus honorum. Sila aseguraba que se trataba de una purga controlada para evitar mayores matanzas, pero se estima que, mientras estuvieron vigentes las proscripciones, se asesinó a unos cien senadores y a varios miles de ciudadanos pertenecientes al orden ecuestre y a otras familias acomodadas. Las propiedades de los condenados eran subastadas y los seguidores de Sila los compraban a precios extremadamente bajos. Con el tiempo, las proscripciones solo disfrazaron la codicia personal y la venganza. Se empezaron a incluir en las listas a personas ricas con el fin de quedarse con sus posesiones, o se aprovecharon para saldar con sangre viejas rencillas.
El castigo también alcanzó aquellas ciudades y territorios italianos que habían estado del lado de Mario y los populares. Ciudades como Praeneste o Volterra fueron arrasadas y su población masculina prácticamente exterminada. Según su implicación en la guerra, a unas se les impuso multas y, a otras, duros tributos; a muchas de ellas se les confiscó una parte o la totalidad de su territorio, y sus ciudadanos perdieron la ciudadanía. Sila aprovechó para establecer allí a sus veteranos en nuevas colonias. Especialmente brutal fue la represión del pueblo samnita. El Samnio quedó totalmente devastado y se eliminaron los restos de su cultura. Algo parecido sucedió con los restos culturales de los etruscos. En cierto sentido, tras la guerra civil, la península italiana alcanzó una uniformidad cultural.
En este contexto de «purgas», un joven aristócrata de 20 años, Cayo Julio César, se casó con la hija de Cinna, enemigo político de Sila. El dictador le ordenó divorciarse, pero el joven César tuvo el valor de desobedecerle. Y por eso se vio obligado a huir de Roma, con los esbirros de Sila pisándole los talones. Cuando lo alcanzaron, en territorio sabino, Cayo tuvo que comprar su libertad por una fuerte suma de dinero.
Mientras, en Roma, los ruegos de la gens Julia y la mediación de amigos de la famlia —incluso de las mismas vestales— , consiguieron que Sila retirase la proscripción que pesaba sobre él. De todos modos, César pensó que nunca estaría seguro mientras viviera el dictador, así que decidió marcharse a Asia y comenzar allí su carrera militar.
Se cuenta que, cuando Sila accedió a perdonar a Julio César, bromeando, les advirtió: «Alegraos, pero sabed que llegará un día en que ese que os es tan querido destruirá el régimen que hemos protegido todos juntos: vigiladlo: en ese joven hay muchos Marios».
La dictadura de Sila
Sila quería dar aspecto de legalidad a sus venganzas. Además, necesitaba detentar poderes extraordinarios para llevar a cabo los cambios que tenía previstos para la constitución de la República romana. Por eso, aprovechó que los dos cónsules anuales habían muerto durante la guerra para sacarse de la manga el cargo de dictador perpetuo, una dictadura que no se parecía en nada a la magistratura tradicional. Consiguió, así, que el pueblo le otorgase poderes casi absolutos durante una duración ilimitada, al menos hasta que llevase a cabo sobre Roma todas las reformas que pensaba que necesitaba para apuntalar el régimen republicano.
Para Sila, el peor de los problemas de la República había sido la anarquía resultante de mezclar el régimen senatorial y las reformas de los Graco. Fue a partir de ese momento cuando se hizo habitual despreciar totalmente la constitución. Casi toda su actividad legislativa se encaminó, pues, a restaurar los antiguos poderes del Senado, evitar las presiones populares al gobierno de la aristocracia, o impedir eventuales golpes de Estado de generales ambiciosos. Con él se truncaron todos los avances y derechos que la plebe había conseguido en los últimos cincuenta o sesenta años.
El nuevo dictador duplicó el número de senadores de 300 a 600, y elevó el número de lictores, cuestores y pretores. Fijó un orden más estricto del cursus honorum y de la coordinación entre las magistraturas. Decretó que las propuestas de ley fueran aprobadas por el Senado antes de los Comicios y disminuyó el poder de los tribunos de la plebe y limitó su derecho de veto. Lo mismo hizo con los censores. Y reservó todas las funciones judiciales exclusivamente a los senadores; los miembros del orden ecuestre quedaban otra vez excluidos de los jurados. Pero, como a Sila también le interesaba reforzar el vínculo entre terratenientes y comerciantes, incluyó a muchos de ellos entre los nuevos senadores. Por último, cabe destacar su revisión del código de leyes romano, que actualizó para que no dependiese tanto de las antiguas Doce Tablas.
Sila también emprendió una gigantesca colonización que proporcionó tierras de labor a más de cien mil veteranos y trató de desmilitarizar Italia. En año 79 a C., consideró que había completado sus reformas y había devuelto la pureza de la República, así que renunció a la dictadura. Tal y como había prometido, devolvió todo el poder al Senado. Pero estas reformas no perduraron más allá de su muerte. Su supuesta restauración no había resuelto ningún problema en realidad. El Senado no era ya aquella institución honorable y enérgica que había dirigido Roma durante las guerras púnicas; se había convertido en una corporación ineficaz y egoísta, dividida en múltiples facciones, que era fácil de dominar por aquellos que se hacían con el mando de los ejércitos. Pero estos generales ya no defendían ningún programa político definido ni reforma social, solo buscaba colmar sus ambiciones personales. La de los caballeros siguió siendo una clase ávida de dinero, y la plebe proletaria no dejó de venderse por un poco de «pan y circo». Solo sobrevivieron sus cambios en el código legislativo.
Roma después de Sila. La guerra sertoriana
Durante los años que siguieron a la abdicación de Sila, su obra política se derrumbó rápidamente. Estaba claro que los procedimientos y magistraturas de la antigua República, esos que Sila se había afanado tanto en restaurar, no funcionaban en el marco del imperialismo militar y económico romano. No pasó mucho tiempo antes de que el Senado se demostrase incapaz de hacer frente a una serie de dificultades que se sucedían casi simultáneamente. Quinto Sertorio, uno de los lugartenientes de Mario que sobrevivió a las purgas, se había hecho fuerte en Hispania. Rodeado de italianos descontentos con las reformas de Sila, se atrajo también a su causa a los habitantes de las provincias. Formó un potente ejército con el que esperaba resistir a los ejércitos de Roma y se proclamó defensor de sus compatriotas contra la tiranía romana. En Oriente, siguieron los conflictos con Mitrídates en forma de escaramuzas fronterizas continuas, lo que algunos denominaron «segunda guerra del Ponto». Los piratas cilicios se habían envalentonado tras la muerte de Sila y estrangulaban con sus ataques la economía romana. Y en el sur de Italia, una rebelión de gladiadores dirigidos por Espartaco en el año 73 a.C. se convirtió en una nueva sublevación de esclavos a gran escala en el mismo corazón del Estado romano.
Mientras, en Roma, los elementos populares no dejaron de intentar minar la autoridad del Senado. El cónsul Marco Emilio Lépido, por ejemplo, pasó de ser un seguidor de Sila a tratar de socavar la constitución aristocrática y poner en práctica propuestas orientadas a la causa popular. Terminó provocando una revuelta en Etruria y enfrentándose militarmente al Senado. Incapaces de sofocar tantas amenazas, los senadores tuvieron que recurrir a personajes provistos de poderes fácticos reales.
Cneo Pompeyo Magno fue uno de estos hombres, un protegido de Sila que había hecho con él sus primeras armas y se había adentrado en la carrera política de su mano. Poseía una gran fortuna, muchas tierras y una enorme clientela de entre los que era capaz de reclutar ejércitos enteros. Pompeyo fue uno de los que participó en la derrota de Lépido. Después, el Senado lo envió a combatir la rebelión de Hispania.
En la península Ibérica, Sertorio había formado un verdadero Estado independiente hispano-romano que se extendía por casi toda la provincia de Hispania Citerior, y la zona más occidental de la Ulterior, la Lusitania. Lo organizó a imitación de la República romana, con un senado, distintos magistrados y una activa política exterior propia. Su intervención dio un fuerte impulso a la romanización de la península Ibérica. También reunió, en pocos años, un importante ejército, bien entrenado y equipado, que estaba integrado por hispanos bajo el mando de oficiales romanos. Aliado primero con los piratas y luego con el rey Mitrídates, Sertorio fue capaz de resistir durante casi diez años los embates de Roma.
Pompeyo llegó a Hispania con poderes proconsulares en el año 76 a.C. Allí le aguardaba Metelo Pío para reanudar las ofensivas contra los rebeldes. A Metelo lo había enviado el propio Sila unos años antes al mando de dos legiones, pero aquello era insuficiente y pronto se encontró en inferioridad de condiciones. Durante ese tiempo, solo pudo mantenerse a la defensiva para seguir controlando el tercio sur de la península para la República romana. La llegada de Pompeyo debía darle la vuelta a la situación, pero sus operaciones iniciales no fueron muy favorables. Solo comenzó a progresar cuando recibió refuerzos del Senado y comenzó una acción coordinada con los ejércitos de Metelo. El primero avanzó por la costa levantina, conquistando ciudad tras ciudad, mientras que el segundo venció a los caudillos lusitanos rebeldes en el suroeste. Poco a poco, Sertorio tuvo que ir cediendo territorio ante Pompeyo, que progresaba con facilidad a través de la Celtiberia. Acorralado en la zona central del valle del Ebro, Sertorio fue traicionado y asesinado por su propio lugarteniente en el año 72 a.C., antes de que sus tropas fuesen vencidas definitivamente.
Espartaco
Un año antes, en el 73 a.C., había comenzado la rebelión de los esclavos de Espartaco, —o tercera guerra servil—. Tras una pequeña revuelta, el tracio Espartaco escapó de la escuela de gladiadores de Capua con setenta de sus compañeros. Se dedicaron al pillaje en la región de la Campania durante un tiempo, mientras se les unían más y más esclavos explotados en aquellos campos. Luego, se refugiaron en las faldas del Vesubio. A Espartaco le seguía, por entonces, una turba de varios miles de personas. Se cree que el caudillo tracio tenía entrenamiento militar y sabía como funcionaba el ejército romano, y pronto demostraría tener dotes de comandante. Como en otras ocasiones, Roma no le dio a esta rebelión servil la importancia que se merecía y, para reprimirla, envió solo una milicia de 3000 hombres reclutada por el pretor Claudio Glabro. Los romanos subestimaron gravemente a sus oponentes y fueron vergonzosamente derrotados. Una tras otra, todas las tropas enviadas contra los esclavos rebeldes fueron derrotadas, y eso provocó que a Espartaco se le uniesen en masa otros tantos miles de esclavos. Al poco tiempo, se habían reunido cerca de setenta mil personas bajo su mando, un ejército que no podía abastecer ni armar adecuadamente.
Las disensiones internas provocaron una división de los esclavos en dos bloques, uno mandado por el galo Crixos, que fue aniquilado muy pronto, y otro por Espartaco. Parece que su intención era abandonar Italia por el norte, cruzar los Alpes y dispersarse por la Galia. A lo largo del año 72 a.C., los esclavos derrotaron a varios ejércitos consulares que trataron de interponerse en su camino. Sin embargo, tras vencer a un último ejército mandado desde la Galia Cisalpina para cortarles el paso, Espartaco decidió, por alguna razón, volver hacia el sur. Quizá vio más fácil pasar a Sicilia, una isla con más recursos que las tierras montañosas del norte, y donde ya habían tenido lugar otras grandes rebeliones de esclavos.
En el año 71 a.C., el Senado, alarmado por una revuelta que parecía imparable, relevó del mando a los dos cónsules derrotados y le encomendó a Craso la tarea de sofocar la rebelión. No tenía otra opción, pues los mejores generales estaban guerreando en las provincias. Pese a su buena actuación en la batalla de Puerta Colina, Craso no estaba a la altura de Pompeyo, Lúculo o Metelo Pío. Su fama y poder provenía de su gigantesca riqueza, que había amasado aprovechándose de las proscripciones de Sila. Craso se puso al frente de ocho legiones y se dirigió hacia el sur. Desde un primer momento, impuso una disciplina brutal que incluía el castigo de la decimatio, la diezma de las tropas.
La decimatio
La decimatio era el más extremo de los castigos del ejército romano. Consistía en ejecultar a uno de cada diez soldados (de ahí viene nuestro verbo « diezmar »), y se usaba para castigar de manera colectiva a aquellas unidades acusadas de extrema cobardía y actuación deshonrosa, o de rebelión y amotinamiento.
Había otros castigos militares que implicaban la pena de muerte, pero la decimatio iba más allá; lo terrible era que los encargados de ejecutar al condenado, elegido por sorteo, eran sus propios camaradas. Se separaba de la legión las cohortes que iban a ser disciplinadas y se dividían en grupos de 10. En cada grupo se echaba a suertes quién iba a ser castigado, sin tener en cuenta rango ni distinción. Cuando salía el elegido, los nueve restantes estaban obligados a matarlo a garrotazos o pedradas. Después, el resto de la unidad debía pasar la noche fuera de las defensas del campamento, lo que era muy peligroso si estaban de campaña en territorio enemigo. Además, se les racionaba el alimento y se les cambiaba el trigo de la dieta por cebada. A los ejecutados se les solía negar la sepultura.
Era un castigo excepcional que se aplicó en distintos momentos de la época republicana y luego fue cayendo en desuso durante el imperio. Se sabe que el castigo ya se empleó en el siglo III a.C., al final de las guerras samnitas y en la primera guerra púnica. También lo usó Craso, cuando se hizo cargo de las legiones derrotadas por los esclavos de Espartaco.
Como hemos dicho, aunque era un castigo que debía reinstaurar la disciplina en la unidad, normalmente solo se conseguía era el efecto contrario: el odio y el resentimiento de las tropas hacia su mando.
Craso y Espartaco tuvieron sus primeros choques a la altura del Samnio y Piceno. Depués, el romano se dedicó a hostigar al ejército servil mientras atravesaba Lucania para alcanzar el estrecho de Mesina. Espartaco había llegado a un acuerdo con unos piratas cilicios para que los cruzasen a Sicilia, pero estos lo traicionaron al final. Los esclavos se vieron acorralados por los romanos en aquella estrecha península. Es más, para encerrarlos allí y evitar que pudieran obtener suministros, Craso se dedicó a levantar una línea de fortificaciones que atravesaba el istmo de Catanzaro de parte a parte. Aunque se daban por perdidos, gracias a una estratagema, Espartaco y sus esclavos lograron escapar del cerco durante una noche tormentosa.
Con Craso a la espalda, Espartaco trató de alcanzar Brindisi para intentar pasar a la península balcánica. Pero, cuando llegó a Apulia, se vio rodeado por tres ejércitos: Lúculo, procónsul de Macedonia, acababa de regresar de Oriente; Pompeyo, que acababa de llegar victorioso desde Hispania, también fue enviado también por el Senado para ayudar a Craso. Este se apresuró en alcanzar a Espartaco antes de que llegase Pompeyo para que no le quitasen el mérito de la victoria. En la batalla del río Silario, el ejército romano, más disciplinado y mejor equipado, mostró su superioridad y masacró al ejército de esclavos. Espartaco murió en el campo de batalla, aunque no se recuperó su cadáver. Craso quiso dar un castigo ejemplar, y mandó crucificar a los seis mil supervivientes a lo largo de la vía Apia, hasta Roma.
Para desgracia de Craso, un remanente de cinco mil soldados había logrado escapar hacia el norte y fue vencido por Pompeyo, que se presentó ante el Senado como el que había terminado definitivamente con rebelión. Además, como el Senado no quería dar importancia a una guerra contra meros esclavos, no le concedió el triunfo a Craso. Pompeyo, sin embargo, sí pudo celebrar su participación en esa victoria dentro del triunfo concedido por su exitosa campaña contra Sertorio en Hispania. Craso nunca se lo perdonaría, y su dura rivalidad se convirtió en una enemistad personal.
Pompeyo en Oriente. La guerra contra los piratas
La resolución de estos dos graves problemas, el de Sertorio y el de Espartaco, hizo de Craso y Pompeyo los hombres fuertes del momento. Y no desaprovecharon la ocasión para postularse, ambos, para la más alta magistratura, a pesar de que no cumplían con los requisitos legales. El Senado les ofreció el cargo de cónsul para el año 70 a.C. como si se tratase de una recompensa por sus éxitos. Pero la realidad era que no habían disuelto sus legiones. Con la escusa de querer celebrar con ellas sus triunfos, las habían conducido a Roma y las acamparon cerca de la ciudad. Se trataba, sin duda, de una velada amenaza con la que presionar al Senado.
Si, en algún momento, los senadores pensaron que los dos se iban a neutralizar mutuamente, se equivocaron del todo. Aunque se detestaban personalmente, Pompeyo y Craso no dudaron en ponerse de acuerdo para tomar las riendas del poder y modificar lo que quedaba de la labor legislativa silana. Su verdadera intención era eliminar cualquier obstáculo a su ascenso político y sus aspiraciones personales. Se alejaban, cada vez más, de los intereses de la oligarquía senatorial como clase. Ambos eran un buen ejemplo del nuevo tipo de personalidades políticas: individuos con suficiente riqueza, prestigio social y poder militar como para ser capaces de aglutinar sus propias facciones. No defendían el poder de la aristocracia senatorial ni los derechos de la plebe; actuaban como líderes de un determinado grupo de interés.
Como cónsules, empezaron a debilitar al Senado inmediatamente. Restituyeron todos sus derechos a los tribunos de la plebe: la capacidad de veto y su lugar en el cursus honorum. Pero los tribunos ya no iban a actuar con iniciativas propias como antaño, sino como agentes de las grandes personalidades políticas. También devolvieron su papel a la censura, algo que permitió, por un lado, depurar el Senado de aquellos que tenían deudas o no habían cumplido con la legalidad, y por otro, que los caballeros pudieran acceder de nuevo a las contratas estatales.
Otra reforma importante fue la judicial, acelerada por el proceso contra Verres, el gobernador de Sicilia, que había aireado hasta qué punto estaba corrupta una justicia dominada por los senadores. Se estableció que los equites volvieran a formar parte de los tribunales de justicia. A partir de ese momento, los jurados estarían integrados por un tercio de senadores y por dos tercios de caballeros.
Pero fue Pompeyo el que mejor supo medrar. Sus éxitos militares, la ruptura con la aristocracia y las reformas durante su consulado lo convirtieron en el favorito del pueblo. Supo, sobre todo, cómo utilizar a los tribunos de la plebe en su beneficio. Uno de ellos, el tribuno Gabino, logró que se le concediese, en el 67 a.C., el mando único, con poderes extraordinarios, para enfrentarse a los piratas cilicios. En Roma, la plebe estaba muy agitada porque peligraba el aprovisionamiento de trigo para la ciudad. Los latifundistas habían dejado de cultivar cereales en Italia, y la Urbe debía importar el trigo de provincias y países lejanos. Pero todo el Mediterráneo estaba plagado de piratas que interceptaban los convoyes y exigían el pago de tributos. De este modo, el precio de los alimentos no dejaba de subir.
La situación se había vuelto insostenible, así que había que atajar el problema de raíz. De ahí los inmensos poderes extraordinarios que le conferían a Pompeyo la ley de Gabino: imperium proconsular durante tres años en los territorios de toda la costa del Mediterráneo y el mar Negro, y hasta 75 km hacia el interior; el control de toda la flota romana, 200 naves; y un equivalente en hombres a 20 legiones, con la autorización de aumentar libremente su ejército. La campaña de Pompeyo fue rápida y exitosa. El procónsul dividió el mar Mediterráneo en 13 zonas y sus legados actuaron en cada una de ellas al mismo tiempo. En solo tres meses Pompeyo se apoderó de cerca de 850 barcos, se hizo con 120 plazas fuertes, tomó la « capital » de los piratas en Cilicia y capturó 20.000 prisioneros. Este éxito, sumado a los poderes concedidos sobre ejércitos y flota, lo situaban como el hombre más prestigioso del Estado. Y también el más poderoso.
La tercera guerra del Ponto
Para afianzar su poder sobre el Estado, Sila había tenido que sacrificar los intereses romanos en Oriente. La paz de Dárdanos, esa tregua de unos pocos años, sirvió a Mitridates para volver a afianzar su dominio sobre todos sus territorios. Siguió teniendo algunos enfrentamientos fronterizos con los romanos, el más grave de ellos, un ataque preventivo que llevó a cabo el general Licio Murena —que algunos denominaron segunda guerra mitridática—, al que venció en el 81 a.C. Nunca dejó de intrigar para mantener la agitación en Asia, o de conspirar directamente contra Roma con cualquiera que pudiera apoyar su causa, como Sertorio, los esclavos rebeldes o los piratas cilicios.
La tercera guerra del Ponto se inició en el 74 a.C., cuando falleció el rey de Bitinia y legó su reino al pueblo romano. Mitrídates denunció que ese testamento carecía de validez, y que el heredero legítimo estaba bajo su protección. El rey respaldó sus palabras con acciones: entró en Bitinia con un gran ejército y ocupó el país.
La reacción de Roma no se hizo esperar. El cónsul Licinio Lúculo tomó el mando de las tropas de Asia y comenzó las operaciones contra el rey del Ponto. Primero fue en ayuda de la ciudad de Cícico, junto al mar de Mármara, y allí venció al ejército de Mitrídates que la estaba asediando. A mediados del año 73 a.C., Lúculo había ocupado Bitinia, y al año siguiente marchó contra el Ponto a través de Galacia. Mientras tanto, aprovechando el daño provocado por una gran tempestad, la flota romana se deshizo de la póntica frente a la isla de Lemnos. La situación se puso muy difícil para Mitrídates y, mientras Lúculo arrollaba a su ejército en el corazón de su propio reino, decidió escapar y refugiarse en Armenia, en la corte de su yerno.
Durante los dos años siguientes, los romanos se dedicaron a ir ocupando las ciudades del Ponto. Mientras organizaba sus conquistas, Lúculo quizá rumiaba la idea de ir más allá y conquistar Armenia. El asilo proporcionado a Mitrídates le servía de excusa. En el 69 a.C., cuando se negaron a entregárselo, el procónsul invadió Armenia con sus legiones. Una campaña que terminó en desastre. Aunque avanzaron victoriosas a través de la alta Mesopotamia, las legiones no estaban preparadas para enfrentarse al clima tan riguroso de las zonas montañosas. Cansados de avanzar por aquella tierra desconocida y hostil, las tropas amenazaron con sublevarse. Lúculo, que no había sabido ganarse la lealtad de sus soldados, no tuvo más remedio que darse por vencido y retirarse.
Mitrídates no había estado inactivo. Aprovechado la ausencia del grueso de las legiones, regresó a su reino con un pequeño ejército y venció a la guarnición romana. Al volver al Ponto, Lúculo se encontró con que su enemigo, bien atrincherado, había recuperado casi todo el reino, y supo que los ejércitos armenios avanzaban por su espalda. Desde Roma le llegó la noticia de que lo relevaban de su cargo y del mando de las tropas. Prácticamente todos los avances de los últimos años se desmoronaban.
Fue en ese momento cuando Pompeyo, a quien le habían extendido los poderes extraordinarios tras acabar con los piratas, fue designado para remplazar a Lúculo. Se repitió lo ocurrido con Craso: aunque Lúculo había llevado todo el peso de la guerra, fue Pompeyo a quien se atribuyó el mérito. Disponía de un enorme ejército que doblaba en efectivos al de Mitrídates, apenas una sombra de lo que había sido. Pompeyo también supo poner en marcha una hábil diplomacia para aislar al rey del Ponto. Así que, cuando comenzó a avanzar desde Cilicia, en el año , a.C., Mitrídates tan solo pudo oponerle una estéril guerra de guerrillas. Ni siquiera podía contar ahora con el apoyo de Armenia, pues había estallado una rebelión y el rey se tuvo que ofrecer como vasallo a Roma a cambio de su apoyo. No tuvo más remedio que huir al norte del mar Negro, a los dominios que aún poseía en Crimea, a donde Pompeyo no quiso seguirlo. Lejos de rendirse, el viejo enemigo de los romanos tenía la idea ilusoria de reunir una gran horda de bárbaros, remontar el Danubio e invadir Italia desde el norte. Pero sus súbditos, cansados, no estaban dispuestos a pagar el alto precio de aquellas estériles guerras contra Roma. En el año 63 a. C. estallaron diversas revueltas en el país, y Mitrídates, viendo su ejército sublevado y a su propio hijo en su contra, decidió suicidarse.
Mitrídates, rey de los venenos
Para mantenerse en el trono durante más de cincuenta años, Mitrídates, el Grande, se hubo que convertir en un maestro de intrigas y conspiraciones. Hasta tal punto que sus contemporáneos lo llegaron a considerar uno de los mayores expertos en venenos de su tiempo.
Su relación con los venenos comenzó desde niño, cuando fue testigo del asesinato de su padre, envenenado durante un banquete. Mitrídates huyó de la corte para no acabar también eliminado por alguna de las facciones que se disputaban el poder. Así que, mientras su madre se ocupaba de la regencia, el joven príncipe llevó una vida montaraz en bosques remotos del país durante su adolescencia. Se cree que fue entonces cuando empezó a tomar pequeñas dosis no letales de veneno para fortalecer el cuerpo ante sus efectos; había desarrollado un temor a morir envenenado que lo acompañaría durante toda la vida.
Después de siete años, Mitrídates regresó a la capital, tomó el poder sin problemas y se deshizo de su madre y de su hermano. Desde los comienzos de su reinado, el rey estuvo ya obsesionado con la posibilidad de ser envenenado. No era un miedo irracional, puesto que él mismo recurriría a tóxicos y ponzoñas para deshacerse de personas molestas o sospechosas, incluso de miembros de su propia familia. Fue así como se ganó la fama de «rey de los venenos».
El monarca del Ponto se dedicaba a estudiar tratados de medicina india, y siempre se hacía acompañar de un séquito de chamanes escitas. Juntos experimentaban con venenos de serpiente y escorpión, y probaban los efectos de diversas toxinas en prisioneros y delincuentes convictos. El propio Mitrídates participaba en estos experimentos, mientras seguía con su ingesta periódica de minúsculas dosis de ponzoña. Pretendía conseguir una triaca, una especie de antídoto universal compuesto de múltiples ingredientes. Finalmente dieron con una fórmula que denominaron «mitridato». Se hizo tan célebre que fue recogida en diversos tratados médicos, y el propio emperador Nerón la estudiaría con avidez más de un siglo después.
Nunca sospechó, Mitrídates, que todo aquello se volvería en su contra. Derrotado finalmente por los romanos, el anciano rey se refugió en una fortaleza de Crimea para rumiar descabellados planes de revancha. Allí se amotinaron sus últimos seguidores, liderados por su propio hijo. Cuando descubrió que se disponían a asaltar la fortificación, el rey decidió suicidarse con un veneno que siempre guardaba en su cinturón y que provocaba una muerte rápida e indolora. Con él estaban dos de sus hijas, que le pidieron que las envenenase antes para no caer en manos de la turba. Su padre accedió y, cuando ambas yacían muertas, se dispuso a acabar con su propia vida. Pero el intento de Mitrídatres por morir de forma plácida e incruenta se vio truncado ya que, tras años de tomar el mitridato, aquel veneno apenas le hizo efecto. Finalmente, tuvo que pedir a su guardaespaldas celta que lo atravesase con la espada.
Conquista y organización del Mediterráneo oriental
El Ponto y Cilicia se convirtieron en provincia Romana en el 64 a.C. En el interior, unas pocas regiones, como Capadocia y Galacia, permanecieron como protectorados. Casi toda Asia Menor estaba bajo dominio romano. Pompeyo decidió aprovechar su mando especial para dirigirse después hacia el Sur, a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo, hasta el último reducto del imperio Seléucida. Allí expulsó al último rey de la dinastía y convirtió el país en la provincia de Siria. También se inmiscuyó en los asuntos de Judea, aún más al sur, que se encontraba en guerra civil. Impuso como gobernante a un sumo sacerdote afín a sus intereses y el territorio pasó a ser uno más de los Estados tributarios de Roma. Desde aquel momento, solo Egipto era el único reino libre de las costas del Mediterráneo.
Este proconsulado llevó a Pompeyo a la cúspide de su gloria y riqueza. Una vez pacificados aquellos vastos territorios, el general consagró dos años a su reorganización política y a la regulación de sus relaciones con la República. Pompeyo redibujó el mapa de Oriente Próximo y trató de conjugar, de manera equilibrada, provincias y protectorados, con la intención de asegurar la paz en la zona y configurar una estrategia fronteriza efectiva. Su plan era integrar, en el Estado romano, una línea continua de provincias a lo lago de la costa asiática, desde el Ponto, en el Mar Negro, hasta el área fenicia, al sur de Siria. En las fronteras orientales de estas provincias —el interior de Anatolia y el este y el sur de Siria—, Pompeyo creó una serie de reinos clientes de Roma que cedió a reyes y dinastas que consideraba fáciles de manejar para que sirvieran de tapón frente al imperio parto.
Para orientar todo ese bloque de territorios hacia el oeste, lejos de lo órbita de los partos, Pompeyo decidió potenciar un rasgo característico de las civilizaciones griega y latina: la ciudad. Fundó decenas de ciudades para que sirvieran de pilar adminstrativo, ya que las burocracias centralizadas orientales eran demasiado complicadas para funcionar con los métodos romanos. De paso, renovó los estatutos de las antiguas ciudades griegas y helenísticas. Esta reorganización también servía para regularizar la fiscalidad de toda el área tras décadas de guerras e inestabilidad. Con todas aquellas conquistas, los ingresos provinciales que recibía Roma se doblaron prácticamente. A cambio de los impuestos, Oriente encontró por fin una paz y una seguridad que aumentaron las posibilidades de prosperidad económica.
El ascenso de Julio César
Mientras Pompeyo se adueñaba de Asia, en la metrópolis crecía la tensión social y se desarrollaban intensas luchas políticas. Incluso habían aparecido bandas de camorristas profesionales que se dedicaban a dominar por la fuerza las reuniones políticas y alterar el orden público. Las reformas introducidas por Sila en la estructura del cursus honorum habían hecho más virulenta la competencia por las altas magistraturas. Quedaba patente, cada vez más, que las carencias de las instituciones tradicionales dejaban vía libre a cualquiera con inteligencia política y suficiente ambición. La tradicional dicotomía optimates/populares había dejado paso a un enfrentamiento de las diversas facciones personalistas con el bloque senatorial de la oligarquía conservadora. Que a su vez estaba llena de contradicciones y luchas internas. En Roma, la década de los sesenta fue la del ascenso político de figuras como Cicerón, Catón el Joven o Julio César.
Pompeyo había sabido manejar muy bien en su beneficio a los tribunos de la plebe, y el Senado miraba con recelo el poder que acumulaba. Craso seguía su espectacular carrera con envidia. Tras su consulado, mantuvo una considerable influencia política que se debía, ante todo, a su vasta riqueza, pero se veía ensombrecido por los triunfos de Pompeyo. Por eso trató de aprovechar su ausencia en Roma para conseguir una posición de poder en el Estado. Así, mientras los agentes y seguidores pompeyanos trataban de disputarle el poder a la oligarquía optimate, Craso empezó a aglutinar en torno a sí elementos de la facción popular. Para conseguir sus objetivos no dudó en intrigar o valerse de terceros, como hizo con el prometedor político Julio César.
Cayo Julio Cesar había nacido en el año 100 a.C. en el seno de la gens Julia, una prestigiosa familia aristocrática de antiguo linaje patricio. Disponía, sin embargo, de escasos recursos económicos, y eso afectaría su trayectoria política. También lo marcó mucho, de joven, el emparentar con Mario cuando este se casó con su tía. César lo admiraba profundamente, así que simpatizó pronto con el sector político de los populares. Él mismo se casó con Cornelia, la hija de Cinna, y se vio obligado a huir de Italia cuando desoyó la orden de Sila de repudiarla. Aunque salvó la vida, su desobediencia lo llevó a perder su posición y buena parte de su patrimonio.
César pasó un tiempo en el este, combatiendo en Asia Menor, y solo regresó a Roma a la muerte del dictador. Pero el triunfo de Sila y sus seguidores habían hecho más difíciles sus posibilidades de promoción política. Deseoso de abrirse camino en la vida pública, ejerció como abogado en el Foro, una manera de ganar popularidad y de hacer relaciones ventajosas. Pronto se hizo famoso por sus dotes oratorias y la defensa de causas populares. Pero su verdadero ascenso comenzó cuando logró formar parte del colegio de pontífices en el año 73 a.C.
Julio César empezó su andadura política relativamente tarde y, como todos, fue escalando la carrera de las magistraturas. Tras cumplir con el obligado tribunado militar en algún lugar de Italia, fue elegido cuestor en el 69 a.C. para la provincia de Hispania Ulterior. La magistratura le daba acceso al Senado, y aprovechó que Craso y Pompeyo habían minado los pilares de la constitución silana para emprender una trayectoria política de clara oposición al régimen optimate: intervino en la Asamblea a favor de los ciudadanos exiliados durante la dictadura; apoyó medidas de carácter popular, como la restauración del poder del tribunado o la iniciativa para conceder la ciudadanía plena a los ciudadanos de la Galia Cisalpina; y reivindicó públicamente las figuras de Mario y Cinna.
César se acercó a la órbita de los pompeyanos y no dudó en apoyar a Pompeyo para que obtuviese su mando sobre Oriente y el Mediterráneo. Era un hombre práctico que se apoyaba en cualquiera que le sirviese para promocionarse, y que sabía cómo bascular entre distintas lealtades y fuerzas políticas para sacar provecho. Si se enorgullecía públicamente de su ascendencia patricia, también buscaba, metódicamente, la admiración del pueblo. Y para ello no le importaba seguir lo que Cicerón denominaba popularis via, políticas que, más que populares, eran «populistas». Seducía a todos con su carácter alegre y extrovertido, y consiguió que en Roma se hablara de aquel carismático joven aristócrata que era generoso con todo el mundo y que derrochaba el dinero a manos llenas hasta endeudarse.
Craso, siempre listo para acrecentar su círculo de clientela, vio enseguida las ventajas de contar con un hombre como aquel, sociable y dadivoso, pero que no disponía de recursos propios para alcanzar las metas políticas más altas. Así que intentó atraerlo a su lado. César, por su parte, aunque en principio se inclinaba más hacia Pompeyo que hacia Craso, no podía dejar pasar la oportunidad de usar a este último como trampolín. Así que lo apoyó en sus manejos políticos y, a cambio, pudo seguir comprando su popularidad para seguir escalando puestos. Sin comprometer nunca sus relaciones con los pomeyanos, por supuesto.
Los esfuerzos de Craso dieron su fruto cuando logró revestir la censura, junto al optimate Cátulo, en el año 65 a.C. Desde esta posición, trató de obtener poderes extraordinarios para conquistar Egipto y convertirlo en provincia, o conceder la ciudadanía romana a los habitantes de la Cisalpina (algo que pretendiera César), lo que le hubiera proporcionado una enorme clientela. Pero ambos proyectos fueron detenidos por su colega.
Financiado, sin duda, por Craso, Julio César fue elegido edil curul para ese mismo año. Esta magistratura le permitió controlar el orden público y otros diversos aspectos del espacio urbano de Roma, pero, sobre todo, pudo organizar unos juegos públicos memorables, que, aunque lo dejaron endeudado, le concedió una popularidad inmensa, que era lo que más le interesaba.
En el año 63 a.C., Julio César alcanzó, para sorpresa de todos, la condición de pontífice máximo. El cargo, de carácter vitalicio, le confería un enorme prestigio social, y gran autoridad y dignidad en el plano religioso, pues lo convertía en la cabeza de la religión oficial, revestía de inviolabilidad a su persona, y le permitía vivir en una gran mansión palaciega en pleno corazón de Roma. De nuevo, tuvo que contar con un fuerte respaldo económico que le permitiese distribuir ingentes sumas de dinero.
En el año 63 a.C., Julio César alcanzó, para sorpresa de todos, la condición de pontífice máximo. El cargo, de carácter vitalicio, le confería un enorme prestigio social, y gran autoridad y dignidad en el plano religioso, pues lo convertía en la cabeza de la religión oficial, revestía de inviolabilidad a su persona, y le permitía vivir en una gran mansión palaciega en pleno corazón de Roma. De nuevo, tuvo que contar con un fuerte respaldo económico que le permitiese distribuir ingentes sumas de dinero.
Para entonces, Pompeyo estaba a punto de regresar de Oriente investido de un poder como nadie había tenido antes, con un ejército victoriosos fiel a su persona, y con un inmenso botín. Muchos senadores temían que su llegada significara la instauración de una nueva dictadura como la de Sila. En Roma se vivía una pugna política a tres bandas: por un lado se enfrentaban Craso y su clientela, entre los que estaba Julio César, contra los defensores de los intereses de Pompeyo; y ambas facciones se oponían a la oligarquía senatorial, cuyos intereses defendía, en ese momento, un brillante político: Marco Tulio Cicerón. César demostró ser también un hábil político capaz de enfrentar su oratoria a la de Cicerón, y de contemporizar entre los deseos de Craso y de Pompeyo sin ofender a ninguno de los dos.
Cicerón cónsul. La conjuración de Catilina
Así estaban las cosas cuando tuvo lugar la conjuración de Catilina, un intento de golpe de Estado descabellado que fue abortado por el cónsul Cicerón, pero que convulsionó la sociedad romana de la época.
En Roma, la situación se volvía cada vez más inestable. Mientras crecía la tensión social, los disturbios, sobornos masivos y asesinatos impedían un desarrollo normal de la actividad política y judicial. Hasta el punto que la violencia callejera que se convirtió en parte de la vida cotidiana.
Todo este panorama respondía a múltiples factores. Por un lado, era consecuencia de las reformas de Sila y las reacciones que hubo en su contra una vez desaparecido el dictador. A esto habría que sumarle una crisis económica que se vio agravada por la revuelta servil de Espartaco, el trastorno de los suminstros regulares debida a los piratas, y la guerra en Oriente contra Mitrídates. Mientras la élite no dejaba de enriquecerse, a pesar de todo esto, la mayor parte de la ciudadanía veía empeorar sus condiciones de vida. En la capital, la escasez de grano llevó, en ocasiones, a situaciones de verdadera hambruna, que, inevitablemente, provocaban reacciones violentas en las clases populares.
Lucio Sergio Catilina, un ambicioso aristócrata con pocos escrúpulos, vio en el descontento del pueblo una oportunidad para hacerse con el poder. Catilina era un optimate silano que se había enriquecido como cazador de cabezas durante las proscripciones, y que solo veía las magistraturas como un medio para hacerse con una gran fortuna. Había alcanzado el cargo de pretor en el 68 a.C., y después marchó a la provincia de África como gobernador, donde cometió numerosos abusos y extorsiones. El consulado, sin embargo, siempre se le resistió. Y debido a los sucesivos fracasos electorales, contrajo grandes deudas.
Se presentó por primera vez para el cargo en el año 65 a.C., pero su candidatura fue rechazada, precisamente, por estar inmerso en un proceso por cohecho durante su mandato en África. Ese mismo año tuvo lugar lo que se suele denominar «primera conjuración de Catilina». Los candidatos populares, relacionados con Craso y Pompeyo, ganaron las elecciones, pero los derrotados denunciaron un soborno electoral. Las acusaciones apenas se sostenían, pero estos últimos lograron que apartarlos del cargo y ser investidos en su lugar. Entonces, los candidatos recusados encabezaron un complot para asesinar a los nuevos cónsules el día del inicio de su magistratura. Rumores de la conjuración llegaron al Senado, y los nuevos cónsules se presentaron acompañados por una guardia numerosa, así que el plan fracasó. Sin embargo, como solo se tenían sospechas y no se consiguieron pruebas del intento de golpe de Estado, el escándalo fue silenciado.
Hay mucho sobre esta conspiración que, todavía hoy en día, no está nada claro. Catilina no fue ni el instigador ni el cabecilla pero, como también se le había negado el acceso al consulado, pensaba participar dirigiendo una tropa integrada por esclavos. Se le suele dar su nombre a esta conjuración porque muchos la consideran como la primera etapa de una conjuración mucho más amplia. Tradicionalmente, se ha implicado en ella también a Craso y Julio César, pues ambos respaldaban a Catilina, aunque luego no moviesen un dedo por asegurar su elección. Pero su participación no está nada clara. Seguramente no apoyaran la conspiración abiertamente, pero pensaran aprovecharse de ella. En todo caso, supieron apartarse a tiempo.
Catilina volvió a presentarse para el consulado del año 63 a.C. gracias al apoyo de Craso. Pero esta vez fue derrotado por Marco Tulio Cicerón, el candidato preferido por la aristocracia. Después de esta derrota, Catilina se vio privado de apoyos políticos de importancia, y su programa derivó hacia un populismo exacerbado y demagógico que defendía la línea más radical de pensamiento de los populares. Apoyaba con entusiasmo los intereses de los endeudados, pobres y desposeídos. Clamaba contra los optimates, contra los prestamistas y comerciantes ricos. En general, hacía promesas a la plebe imposibles de cumplir. Abogaba, por ejemplo, por la condonación de las deudas, por la entrega de tierra a los que carecían de ella o por el saqueo sistemático de las provincias en beneficio de Roma. En realidad, lo que le interesaba de verdad era que, de alcanzar el consulado, se libraría de sus propias deudas.
Con este programa volvió a presentar su candidatura a cónsul para el año siguiente, convencido de contar con un amplio respaldo de votantes entre los elementos senatoriales más endeudados, muchos integrantes del orden ecuestre descontentos con la política del Senado, y entre amplias masas de los más pobres y desamparados. Para los optimates, este programa significaba una amenaza bastante seria, y se sirvieron de la difamación y de sobornos generosos para impedir, de nuevo, la elección de Catilina e imponer a sus candidatos.
Tras este fracaso, desvanecidas sus esperanzas de alcanzar el consulado por vía legal, la única manera que le quedaba a Catilina para acceder al poder era tomarlo por la fuerza. Junto a sus seguidores, preparó un levantamiento en Italia que pretendía eliminar aquel régimen dominado por los optimates. De su lado tenía a todo tipo de descontentos: aristócratas resentidos y frustrados, políticos endeudados por los enormes gastos de su carrera, veteranos de Sila, pequeños propietarios arruinados y agobiados por las deudas, y gente del proletariado urbano, hundida en la miseria, que solo veía subir el precio del trigo. Personas que no tenía mucho que perder, en definitiva, y que se dejaron conquistar por el plan revolucionario de los conjurados, en el marco violento que rodeaba la vida política de esa época.
Enfrente tenía un digno adversario, el cónsul Cicerón, preparado para defender la integridad de la República. Marco Tulio Cicerón era un «hombre nuevo», el primero que había alcanzado la más alta magistratura desde Mario. Procedía de una familia ecuestre de la burguesía municipal de Arpino. Había recibido una esmerada educación en Roma y en Grecia, y gracias a ello se convirtió en el mejor orador romano. Su intervención en el procesamiento del gobernador corrupto Verres, por ejemplo, se hizo famosa. Estas excepcionales cualidades oratorias le permitieron, con el apoyo de miembros influyentes de su clase, hacer carrera política hasta entrar en el Senado.
En un principio, los obstáculos interpuestos por la oligarquía senatorial empujaron a Cicerón hacia el círculo de Pompeyo y una posición moderada. Pero, en su obsesión por integrarse y ser reconocido como miembro de la nobilitas, su postura se fue volviendo cada vez más conservadora. Por otro lado, la difusión que estaban consiguiendo las propuestas revolucionarias del programa de Catilina puso muy nerviosa a la oligarquía senatorial, que prefirió cerrar filas en torno a un hombre de talento como Cicerón, aunque fuese un advenedizo. De este modo, Marco Tulio se convirtió en el candidato principal de los optimates para las elecciones consulares del 63 a.C., y venció a su oponente, Catilina. Fue elegido cónsul junto con Antonio, un amigo de Craso.
Desde su cargo, Cicerón se enfrentó a las maquinaciones de la oposición antisenatorial. Se opuso con éxito a un proyecto de ley agraria presentado por el tribuno Servilio Rulo, que preveía el asentamiento a gran escala en la Campania de colonos procedentes del proletariado, pero que escondía el propósito de otorgar poderes extraordinarios a Craso. Pero el punto culminante de su consulado se lo iba a ofrecer su viejo oponente, Catilina, con su conjuración.
La señal para iniciar aquel golpe de Estado debía ser el asesinato del cónsul Cicerón. Luego estallarían, simultáneamente, varias sublevaciones militares en diversos puntos de Italia. Algunos de los seguidores de Catilina se habían movido hasta el campo italiano para tratar de promover un malestar generalizado. En Etruria, uno de los conjurados, Cayo Manlio, un antiguo centurión, estaba reuniendo un ejército entre los veteranos de Sila asentados en la región como colonos, que estaban ahogados por las deudas. Tras el levantamiento en el territorio etrusco, se sucederían los motines en Piceno, en Apulia e incluso en las escuelas de gladiadores. Y, de ahí, la rebelión debía estallar en Roma, con incendios y revueltas violentas que acabarían con la matanza de la mayor parte de magistrados y senadores.
Pero el complot estaba destinado a fracasar desde el principio. Seguramente Cicerón estaba al tanto gracias a sus espías, pues uno de los conjurados se fue de la lengua delante de su amante. Además, el propio Craso terminó acudiendo a su casa en secreto para delatar a su antiguo protegido y evitar, así, que se pensara que formaba parte de los conjurados. Le entregó al cónsul unas cartas que le recomendaban abandonar Roma a él y a otros ciudadanos «respetables» ante el inminente estallido de una gran rebelión.
Con todo esto, el cónsul pudo destapar la conjura antes de que Catilina pudiera actuar. Con las pruebas de la existencia de la conspiración, Cicerón denunció a Catilina en la Curia, ante el pleno de senadores, con el primero de los discursos de las Catilinarias. Después se declaró el senatus consultus ultimum, que daba a los cónsules poderes semidictatoriales con el objeto de preservar los poderes del Senado y defender la República. Totalmente expuesto, Catilina se quedó aislado y se vio forzado a marcharse de Roma y refugiarse en Fiésole, donde se encontraba el ejército de su acólito Manlio.
Unas simples medidas policiales tomadas por Cicerón en la Urbe impidieron que la revuelta estallase en la fecha prevista. Catilina intentó tomar Preneste, pero fracasó. Mientras, los conjurados decidieron retrasar sus planes, e intentaron convencer a los miembros de una delegación de galos alóbroges para que su tribu invadiese el norte de Italia. Pero los galos los delataron directamente, y así fue como los principales cabecillas de la conjura, salvo el propio Catilina, fueron detenidos y encarcelados. Dos días después se les ejecutó sin juicio en una decisión muy controvertida que enfrentó en el Senado a Julio César con Cicerón y Catón, pues el primero argumentaba que era una medida que se saltaba totalmente la constitución romana.
Al conocer la suerte de sus compañeros, Catilina, declarado enemigo público del Estado (hostis publici) , decidió emprender la rebelión desde Etruria con los cuerpos de ejército que había logrado formar. Pero su ejército, envejecido y mal equipado, poco podía hacer contra las fuerzas que se le enfrentaban, y fue derrotado en la batalla de Pistoia, donde el propio Catilina perdió la vida. Con ello la conjura desaparecía.
La resolución de la conjuración de Catilina dio al Senado un falso sentimiento de fuerza y cohesión, de autoridad y de dignidad. Para Cicerón significó el punto culminante de la vida política, y él mismo se ocupó de magnificar la importancia de sus servicios como defensor de la República y «padre de la patria» frente los conspiradores.
Pero la realidad era bastante diferente. Quedaba claro que, ante la carencia de las instituciones tradicionales, todas las ambiciones podían encontrar vía libre en la República. Conforme el imperio crecía, también lo hacía el número de sus legiones, que debían nutrirse de gente sin recursos. Estos soldados no estaban ya al servicio de la patria, sino del general que les pagaba. Y los grandes generales tampoco actuaban como magistrados del Estado que se debían al pueblo y al Senado. Tras vencer y gobernar en las provincias, les era cada vez más difícil entregar el poder y volver a su lugar.
Poco después del fracaso de la conjuración de Catilina, Pompeyo regresaba de Oriente. Y con su vuelta, la política romana dio un nuevo giro hacia la definitiva instauración de los poderes personales.
El primer triunvirato
Pompeyo regresó a Italia en el año 61 a.C. y, lo primero que hizo al desembarcar en Brindisi fue licenciar a sus tropas. Así tranquilizaba a los que andaban temerosos de que volviese de Oriente convertido en un segundo Sila. No veía necesario demostrar su poderío porque tenía la seguridad de que la República caería rendida a sus pies. Pompeyo quería imponer su voluntad, por supuesto, pero sin enfrentarse al régimen senatorial; que le ofrecieran el poder de manera legal, no tomarlo por la fuerza con un golpe de Estado. Aspiraba a ejercer una especie de «patronato» sobre el Estado y ser reconocido como princeps, la primera figura del Senado. En ese momento, lo más importante para él era conseguir que se ratificasen las medidas que había tomado para Oriente y obtener tierras para sus veteranos, lo que, por supuesto, acrecentaría su clientela política.
Pero Pompeyo fue siempre mejor militar que político. El núcleo duro senatorial, viéndose fuerte tras abortar la conjuración de Catilina, se empeñó en anular el protagonismo político que había representado aquel hombre durante más de una década. Los optimates, con Catón a la cabeza, querían impedir que volviese a acaparar el poder; Cicerón, que antes había defendido sus intereses, le era ahora hostil. El mismo Senado que le había dado plenos poderes para actuar en Oriente desautorizaba, ahora, los tratados que había suscrito con aquellos reyezuelos y todas las decisiones que había tomado a título personal. Por si fuera poco, le negó, además, la tierra que pedía para sus veteranos. Solo le permitieron celebrar el triunfo por su victoria contra los piratas y sobre Mitrídates. Era el tercero de su carrera y fue el más fastuoso de los celebrados en Roma hasta la fecha. Pero, a fin de cuentas, un honor externo y vacío para Pompeyo, muy lejos de sus aspiraciones. Con este movimiento, el propio Senado le preparó el terreno al primer triunvirato.